todoy nada
3.5.06


Feria fémina

Omar Genovese -al igual que tantos hombres- va a la Feria a encontrar mujeres.

Estoy en el shopping de las palabras. Hay mucha luz, música funcional, hermetismo geométrico (ninguna ventana), por lo que el tiempo pasa sin referencias ciertas. Casi, como estar en un Bingo, en un Casino. Pero Buenos Aires no es Las Vegas. O sí. Busco en el programa-mapa si hay stand del Mustang Ranch. No, me quedo con las ganas de conocer la exposición fotográfica de la decadencia de Sally Conforte, o del homicidio de Bonavena. Lástima. En un austero local (cómo llamarlo, de qué otra manera), un simpático barbado me acerca un folleto impreso en la década del setenta (tipográfico, en azul), respecto a los derechos del Islam. Le pido del otro: los derechos de la mujer en el Islam que, como era de esperar, tiene menos páginas que el primero. Coqueto, está impreso en tinta rosa. Sangre diluida de mujer. ¿Sangre menstrual coranizada? Lo llevo a mis narices: huele a Pantone. Supongo: 485C más blanco transparente. Tinta al agua. Sangre al agua.

Hay tres grandes galpones (pabellón me suena a cementerio, es algo desagradable), diferenciados por color (verde, azul, amarillo), pues la alfombra mal colocada, con globos y pliegues, diferencia las áreas de los expositores. Caminar por ahí es un calvario, como si el barro fuera el contrapiso natural, o la bosta de caballo apisonada aún formara la huella oculta de la actividad fundamental del predio: animales, para la venta o la reproducción. Quizás, por eso, aquí los animales ambulan por los pasillos. Miran sin ver. Llevan bolsitas con folletos, nada de libros. Evalúo las actitudes, gestos, poses. Parecen estar perdidos, como un barra brava de Chacarita en la Biblioteca Nacional. Hay negocios que venden CD de música, otros que promocionan parcelas para muertos, heroísmos de una Armada fantasma, políticas de gobiernos provinciales (el de Misiones, muy interactivo, mucho pantalla de plasma y súper terminales bobas mostrando un pasado pisoteado). Mini bares de pizza, patys, café, gaseosa y papas fritas. Caros, carísimos. Más caros que en París, que en Tokyo. Pero el olor a meo no es parisino. La cloaca ferial se ve superada y envía sus putrefacciones hacia el galpón. Ascos vomitivos.

Pienso en el lector que soy y me digo: aquí no se puede comprar libros. Y me dedico a buscar gente. Por suerte, encuentro a Paula. Ella me habla en puntas de pie, o sus zapatos son demasiado extremos, y me divierte que su cuello se estire para que la escuche. Mordaz, pega en el flanco amistoso. Y tiene razón, aunque reconoce que estoy grande para que me usen de catapulta. Intercambiamos ubicaciones de las personas que busco. Comenta que por ahí aparece D., por lo que me voy a buscar a Inx, con la promesa que me llamará digitalmente, así la conozco. Encuentro a Inx en otra vidriera, la reconozco por la voz, ella también lo hace. Pienso: nunca podremos hacer un secuestro y pedir rescate por teléfono. La vivacidad de sus ojos me atraviesa de manera tierna. No explora tanto, ni busca demasiado. Soy lo que imaginó, y ella es tal cual la imaginé, pero más baja. Las dimensiones internéticas elongan las estaturas. Tomamos café en un bar cercano (¡por todos lados hay bares!) y me entero que está sorprendida del amor de su pareja, luego de 17 años. Y a mí me sorprende el amor con que lo cuenta. Digamos, ternura. Paula llama, Inx vuelve a su vidriera laboral. Ahora me voy a otro bar con Paula. Menú: hamburguer with coca para mí, papas fritas con café para ella. Todo muy light. Y hablamos de nuestros pequeños mundos. Eso sí, como estamos en el primer piso, al encender un cigarrillo con su mano no fumadora, la susodicha lo arroja encendido hacia abajo. Por suerte cae en una maceta y no en las alfombras. Por un momento temí la cromagnonización libresca. Hablamos, o mejor: Paula regala tanto sarcasmo y comprensión que me parece astuta. Va nerviosa por algo y me cuenta sobre eso, aclarando que no habla con nadie respecto al tema. Lo cual es un elogio o un compromiso. No me altero, siempre fui un cómplice absoluto. Paula es el compendio de la mujer independiente: su hiperactividad abruma, creo que no duerme sino que se desmaya. Se queja de la falta de tiempo, y hablamos de la muerte, la danza que realiza en torno a las enfermedades. Hacemos un pequeño silencio, cada uno mira hacia ese abajo que es un pasillo insomne de animales. Vamos, ya es tarde para cada uno, o siempre fue tarde y lo disimulamos bastante. En su vidriera sin vidrios me cuenta cierta anécdota respecto a la locura de los visitantes, lo que me sugiere algo inquietante y divertido: los lacanianos fracasaron con los asnos. Por eso Paidós exhibe como un trofeo de guerra el último seminario titulado La Angustia.

Ahora voy en busca de otra mujer. (Todas mujeres, que placentero, misterioso...) En el mausoleo naranjoso pregunto a un barbado por V. Dice que está en el stand de Intel. No. Vuelvo y le pregunto a una muchacha con remera negra identificada con el mausoleo. Amable, me indica el bar (¿otro más?), allá sentada... De lejos no la veo. Por suerte la conozco, no tengo ganas de estacionarme frente a las mesas y gritar su nombre. Está, y es sorprendente que a más de quince metros salude con la mano mientras habla por el telefonito. Soy difícil de ocultar, en un laberinto me encuentran enseguida. Sentado frente a ella hay un sujeto canoso de rulos y cuerpo pequeños, bigote, flaco, de mirada nerviosa. Intercambiamos besos y me presenta a C. Ahá, vos sos CF. Sí. Yo soy Genovese. Ah. (No le gusto nada, y poco importa, suelo poner cara de asco ante tales situaciones). Tomo una silla y me siento, como el umpire, en el medio de la cancha mirando a los dos. ¿Viniste a alguna mesa?, pregunto a C. No, vine a presentar el libro de una amiga -dice, lacónico-, muy poca gente... V termina su llamada y veo cierta luminosidad en la delicadeza de sus rasgos. Luce unos anteojos pequeños de marco rosa o salmón, que le dan un aire ceremonial. Su belleza es deslumbrante, algo cambió en ella desde la última vez que la vi. Me pregunto si será feliz. Es una mujer para preguntarse eso. Sí, seguramente trata de serlo, con varias dificultades, entre ellas quien está a mi izquierda. Le hablo respecto a ella, lo que hará, cómo está, ignorando la presencia de su contendiente. Sé que interrumpí algo, que caí en mal momento. A V parece divertirle la situación. C, nerviosísimo, le murmura como para que no lo escuche, vamos, no sé si... mmmmm... V, le dice que bueno, que ya. Interrumpo, y le hablo a V sobre ciertas cosas. Le pido su teléfono, que la llamaré, que le presentaré algo interesante para su trabajo. Quedamos en eso y la saludo con afecto. A él la mano dura, no es un tipo amable ni agradable. Prefiero salir como llegué que someterme al capricho de quien cree ser dueño de alguien. Pienso en las mujeres, en cómo se relacionan con los hombres. En la coquetería de cada una, en lo que hace tan divertido disfrutar de ello.

Busco desesperado el papel donde anoté el lugar del auto en la cochera, y con él en la mano (como vendiendo una acción en el pandemonium de La Bolsa), pago el estacionamiento y busco en las profundidades de Palermo aquella nave que me sacará de la galaxia turbia. Al menos cinco familias recorren los pasillos del lugar buscando sus vehículos, parecen muertos vivos con las bocas abiertas. Son las secuelas de perderse en un territorio donde las palabras ensucian hojas de papel aferradas por un lado, decoradas con colores llamativos al frente. Mañana, pienso, voy a una biblioteca, quiero leer alguna enciclopedia, encontrar el saber de manera azarosa. Como hoy, en tres mujeres, tres páramos.





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