todoy nada
12.4.07


Acerca de conceptos, objetos y mercados

Daniel Massei reconoce al libro como concepto y objeto, como ambas cosas al mismo tiempo. Pero por el contrario, define a una feria como algo irremediablemente unívoco: un mercado, un lugar de ventas, un Show Room. Y no le gusta.

No se trata de tener o no, alguna clase de antipatía por las llamadas ferias de libros. No sería del todo cierto que me refugiara en una idea por el estilo, porque la verdad es que supe ir de visita a varias. Tampoco tiene que ver del todo con la cuestión de tener o no, alguna experiencia cercana, algún recuerdo relacionado porque de eso se trata la experiencia y, cumplidos mis cuarenta y dos, evitar los recuerdos se me hace igual de difícil a recordarlos con exactitud. Vagamente sé que alguna que otra vez tuve algo que ver con el asunto y vagamente sé que todas esas veces deseé no haber tenido nada que ver con ese mismo asunto. No me gustan las ferias de libros, no me gusta que el libro se transforme en una mercadería de feria aunque, paradójicamente, sí me gustan las ferias y los mercados. Al menos, aquellas ferias y aquellos mercados que nada tienen que ver con los libros. Debe ser que prefiero el aroma a pescado, cuando hace rato que fue pescado y el bicho muerto empieza a vengarse envenenando el aire que tienen que respirar todos los días también quienes los venden. Debe ser que prefiero la innegable obra maestra de la sangre de vaca desparramada por todos lados, porque la vaca murió y ésa es su única manera de demostrarnos que murió desangrada. La variedad cromática de los frutos, las sandías, los melones, los duraznos y las bananas en primer término, no requieren de ninguna otra explicación. Jamás encontraremos el diseño de portada adecuado para competir con tanta perfección. Lo sabemos, es injusto caerle al destino de la industria cultural por su simple incapacidad para reproducir parte de lo que sucede en el mundo todos los días. Es decir, la naturaleza y el método que tienen los seres humanos para aprovecharse de ella, eso mismo que todos nosotros denominamos cultura.

Reconozcamos que el libro es, entre otras cuestiones, también un objeto. Se exhibe en una librería y en una biblioteca. En otras épocas, a la gente le interesaba demostrar que los leía y los transportaba de un lugar a otro debajo de la axila. Reconozcamos también que el libro, en tanto objeto, no difiere demasiado de cualquier otro objeto de consumo cultural. Y allí comienza a generarse cierto problema; los objetos de consumo cultural, tienen por costumbre no ser solamente objetos. Además suelen transformarse en un sistema de organización de la información. Desde allí y más allá de allí, cuando nos quisimos acordar, se nos volvieron conceptos. Pensemos en el disco; un músico piensa un disco. Une varias composiciones, las graba y las edita y a eso, desde hace bastante lo llamamos disco. La información cambió varias veces de soporte; de la pasta al vinilo. Del cassette regrabable a la radio FM. Del CD a los formatos digitales y vaya a saber uno qué puede llegar a aparecer mañana. Sin embargo los músicos aún hoy siguen editando discos. Porque el concepto de unidad de contenido sonoro no pudo ser superado. Los avances son técnicos, tecnológicos, escatológicos. Se refieren a la calidad de reproducción, a la metodología de grabación del sonido y a lo que se nos ocurra, pero, la música es música y tanto los músicos como quienes los disfrutamos continuamos pensando en discos.

Con el libro pasa otro tanto, aunque quizás pase aún peor. El libro es, en esencia, la única unidad conceptual posible dentro del universo del lenguaje escrito. Existen otros soportes pero todos tienden a la diversificación, a la ramificación, a la digresión. La publicación periódica, sea cual sea su periodicidad, trabaja siempre desde la segmentación textual y temática, pensemos que por algo tienen secciones, sectores de información paralela. El mundo fragmentado, como si fragmentado -respondiendo a la curiosa idea de la especialización- fuera más fácil comprenderlo. El libro no, en tanto concepto, el libro es desarrollo puro. Más aún, es el único desarrollo posible para un texto que se pretenda serio así trate sobre mecánica popular. El libro es, siempre, una apuesta por el absoluto textual. Después termina en una feria es cierto, o en una biblioteca junto con otros tres mil de los cuales dos mil son mejores, pero ésa es otra cuestión. Quienes escribimos, publiquemos o no, seguiremos escribiendo libros.

Y ahí es donde se nos presenta una contradicción, una contradicción nunca resuelta, imposible de resolver, entre el libro que se lee y el libro que se compra.

El libro es concepto y es objeto, es ambas cosas al mismo tiempo y está bien, no hay nada de malo en eso, todos somos muchas cosas a la vez. Pero una feria, por el contrario, es irremediablemente unívoca: es un mercado, un lugar de ventas, un Show Room. Celebra al objeto y en esa celebración no hace más que degradar al concepto. Su función es vender y ésa es su meta y su sueño y la gente que va, sólo va a comprar. En una feria se encuentran consumidores, no lectores. Si fueran lectores, una feria se parecería a una enorme biblioteca y cada uno de nosotros podría pasar días enteros leyendo todo lo que se le ocurriera ahí. Pero no, se trata de una mercancía de consumo más, una cualquiera. No tiene nada de distinto a una exposición de licores o de informática. Podemos ir, somos compradores de eso y hasta podemos divertirnos, es cierto. Pero la idea de ese mercado gigantesco tiene poco que ver con lo que me interesa de un libro. No importa, quiero decir, no me importa en lo más mínimo la abundancia. Sólo quienes no leen, creen que una buena biblioteca se construye con cantidad. Un libro bueno vale más que cien malos y aún más que doscientos más o menos. Un buen libro es un intento exitoso; erróneamente exitoso quizá, una simple equivocación pocas veces comprendidas por el mundo editorial. Y una feria en el fondo no es más que un modo de festejar esa misma incomprensión; salones llenos de señores elegantes o que se pretenden elegantes, que esperan pacientemente que un señor gordo, cualquiera, se acerque, esgrima su tarjeta y compre su libro para entonces sí, por fin, poder cumplir con el horrible rito de firmarlo.





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