todoy nada
9.5.08

34 Ferias del Libro

Omar Genovese encontró la felicidad de la calma, lejos, muy lejos de aquí.

Me desentiendo de los números. Ni juego a las loterías, ni apuesto a caballos o paños verdes repletos de números. El azar y el dinero no se llevan, pero la vida y el azar están más que relacionadas, diría que se han fundido en todas y cada una de las personas que conozco. Y más aún, en las personas que todavía no conocí.
En las Ferias del Libro hay exceso de público, olores, murmullos, músicas, colores. Estímulos por doquier, peor que en un súper supermercado. Esos de pasillos interminables y multitudes de objetos al filo de plateas, convocando a ser llevados. Gaste idiota, ¿acaso a qué vino hasta aquí? Vamos, lléveme para siempre. Y el sujeto llena un carro al tope de cosas tan inútiles como el tiempo que gastó en juntarlas, caminando, perdiéndose, esperando a pagar como una vaca antes de subir al camión de hacienda. La hilera interminable del consumo.
Los libros no se compran en un supermercado. Para eso están las librerías. Pero nada está completo, pues los verdaderos libros (esos que nos transforman para siempre, o nos recuerdan el pasado con fulgor) están en otro tipo de establecimientos. Pequeños locales apartados de la vida mundanal de las marcas, sellos que vacunan con calidad aquello que el consumidor desea leer, necesita leer, o que lee guiado por un rayo de certezas medianas, conforme a derecho, lisas. En esos locales fuera del centro de la batalla figurativa me siento a gusto, conforme a mi derecho a buscar sin ataduras. En general camino por la ciudad de Buenos Aires con pocas ganas, mirando edificios reciclados, esquivando gente sucia demasiado apurada por llegar a ningún lado. Por la calle Humberto Primo, ayer, casi llegando a Piedras, detecté un pequeño local repleto de libros de viejo. El amable librero, con cierto aire militante peronista de izquierda, no sólo me incitó a la búsqueda, sino que facilitó un breve mapa de las ubicaciones. Había una edición en tres tomos de La Divina Comedia en italiano, anotada, comentada, envuelta en celofán transparente. Más allá ciertas novelas de autores desconocidos, colecciones populares de olvido forzado por la vulgaridad de las historias individuales. Sellos que, uno tras otro, habían desaparecido para quedar en esas estanterías, en una posteridad que me daba el azar por encima de cualquier vida, dinero, o testarudez ajena. Sin saber por qué, me puse triste, apesadumbrado. El tiempo se lleva todo, arrasa con la marca vital y la gloria se desvanece en ese zócalo de madera raído, rodeado de paquetes atados con hilo de algodón. Ese espacio mínimo de la librería me dio idea de un territorio íntimo, y ahí me hice fuerte, seguí buscando.
Entre los del estante de filosofía encontré un título poro demás fascinante: La conducta de los animales, de Eric Fabricius, de la Universidad de Estocolmo, Eudeba Lectores, número 85, editado por primera vez en 1966, y cuya reedición data de 1977. Año de masacre, año de conducta de animales famélicos de gloria anónima. Lo separé. El título original reza en el copy: Etologi. Más hacia la entrada, sobre una mesa, un pequeño libro con sobrecubierta en negro y lila, lleva por título Hokusai, texto de Osvaldo Svanascini. Una pequeña obra, libro objeto, de diez por diez y seis centímetros, 64 páginas, impresas en papel ilustración de 75 gramos, tipográfico, con grabados, con plomos de plomos tramados, en tinta negra cuya presión del plato de impresión se nota al simple tacto. Fecha de edición, 1960. Ediciones Mondonuevo, Colección Amida. En la solapa enumera otros libros publicados, entre ellos El zen y el arte de los arqueros japoneses, Eugene Herrigel. Libro que leí gracias a la recomendación de Carballo, profesor de arte del EDAC, cuando vivía pendiente del cine y otras migraciones del conocimiento. Pero esa edición debió ser la primera en Argentina, la que inauguró la difusión del arte japonés en la post guerra. Los dos libros treinta y dos pesos. El libro objeto lo coloqué dentro del ejemplar de Hollywood, Bukovski, Anagrama Contraseñas. Caras y gestos de los grabados de Hokusai, de ese Manga fundacional del arte japonés, los encontré deambulando en Constitución, dentro del tren, donde se acumulaban otro tipo de productos desgastados, imposibles de llevar, productores de agobio y malos olores en malas condiciones de vida. Fui leyendo la novela de Bukovski tratando de mantenerme serio, concentrado, reír entre esclavos era de mal gusto. Lectura en frases cortas, tajantes, sin ornamentos, ideal para viajes urbanos tristes.
En la Feria del Libro nada de esto puede ocurrir, por eso no voy. Además, es patético ver a un autor sentado mirando la nada representada en esa marea de zoombies que lo ignoran. Sentado ahí para firmar ejemplares, cuando el verdadero ejemplar es él, expuesto como mono en jaula. La sensación de descubrir una obra es inigualable, y todos sabemos que la aventura, la adrenalina de esa experiencia, aunque en dosis mínimas e imperceptibles, produce sueños placenteros. Como el que tuve anoche, en donde caminaba descalzo por la playa de un lago, mientras una manada de ñandúes me observaba a distancia, tal vez interrogándome sobre el libro que tenía bajo el brazo. No recuerdo si graznaron o hablaron en el idioma de los sueños, pero se fueron tranquilos. Y me quedé ahí, sabiendo que dormía, los pies mojados, buscando una piedra donde sentarme a leer, o para seguir durmiendo en la felicidad de la calma.





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