todoy nada |
12.5.08
El mega recital de las minorías Ante la imposibilidad de asistir este año, inédita pero real, reflexiono desde la añoranza. Sin caer en redundancias condenatorias me reclino a mirar la Feria como lo que es, ante todo un espectáculo y nunca un evento cultural. La ficción de la popularidad Siempre existió una oposición básica instalada en los meandros conceptuales del debate cultural: la lábil cultura de masas –hija de la industria cultural- con su avasalladora penetración, frente a la cultura estudiosa de elites, reservada no por vocación sino por la exigencia de sus contenidos. La actividad de la lectura toda –y la industria editorial por lógica añadidura- fue experimentando en los últimos años el ingreso a una plataforma melancólica en vistas de su progresiva decadencia, que se siente hoy día casi como el conato de una cuenta de regresiva a la extinción. Esa mística depresiva está apuntalada por la realidad palpable de los números y las sensaciones de la experiencia; leer se vuelve cada vez más una costumbre pasada de moda, imputable ya como hábito de una minoría decreciente, que sobrevive con cierta y milagrosa efervescencia a pesar de todo por la obstinación de su culto, pero que irremediablemente está destinada a días de ostracismo periférico, a años luz de las grandes tendencias del consumo de masas que pasan por el crecimiento exponencial de las comunicaciones virtuales y otras yerbas semejantes. Por ello, lo que más me impacta de la Feria es esa capacidad revolucionaria de trastocar casi instantáneamente el orden de los ánimos y las perspectivas en torno a una actividad que es capaz de construir un viaje supersónico desde las catacumbas ignoradas al más luminoso de los estrellatos de masas. Se pasa de compartir el lamento de no conseguir público para llenar un pequeño pub al mega recital que llena 10 noches la cancha de River. La Feria del Libro es el espacio que se reservan los practicantes del culto a la lectura para darse el milagro imaginario –y como tal falso e impostado- de la gran fiesta popular. Por unos días se vive en la ficción de que todos leen, se construye una escenografía de hiper-popularidad donde escritores y lectores se convencen de ser partícipes de una centralidad que saben perdida. Obviamente ese pasaje vertiginoso de escalas tiene su costo en tanto el libro debe vulnerar toda su identidad para adoptar un argumento de pura ficción y apropiación de atributos ajenos: necesita volverse espectáculo grandilocuente al menos unos días al año, y por ello crece hasta volverse ajeno a su propia realidad, incorpora la impronta de todos los objetos consumibles que lo rodean; la Feria del Libro es al mismo tiempo feria del Diseño, de la Moda, de la Decoración, del Encuentro, del Periodismo; todo lo que contribuya a lograr la ansiada excitación hipertextual. La función cada vez más gigantesca del circo Imaginario aparece como una compensación necesaria para mantener el circo pequeño de lo Real; presumo que la Feria será cada vez más grosera, faraónica y ampulosa en tanto la realidad del mercado editorial sea más famélica y decadente. Todo es autógrafo La Feria sigue siendo la gran facilitadora del contrato cholulo. El instinto del mercado con su sabiduría inigualable da cuenta de ese cholulismo del lector como la única realidad energética capaz de motorizar el consumo, y que necesita ser excitado en un acto de prestidigitación espectacular para que renueve su salud de explotación. Si la gente dejara de imaginar a algunos de los escritores como estrellas inalcanzables dejaría de comprar libros. Hoy día toda compra de un libro es en realidad un pedido encubierto de autógrafo al autor, un acto de reverencia estelar más que una procuración de cultura o el cumplimiento de un supuesto de formación. No importa si el autor es una figura tan popular como un futbolista o un personaje de culto subterráneo, la actitud que conduce a la compra es la misma; quedarse con un testimonio imperecedero de proximidad metafísica con lo venerado. Si dejaran de existir las vedettes televisivas nadie vendería una entrada en los teatros de revista de la calle Corrientes; si eventos como la Feria –junto a otros dispositivos habituales como la crítica y el periodismo cultural- no ayudaran a fabricar estrellas nadie compraría más un libro. Un justo homenaje Pero hay otra dimensión del mismo fenómeno que permanece en un plano de oscuridad: la bomba docente. El infernal movimiento de las gestoras y gestores que desde bibliotecas populares y escolares de todo el país concurren a la Feria para realizar esas grandes compras anuales que proyectan en meditados preparativos; desde la edición escolar de El Doctor Dr Jekyll y El Señor Hyde para distribuir entre los alumnos hasta el pesado tomo de aquella enciclopedia que parecía inalcanzable para la biblioteca de un pueblo. Verdaderos pilares ignorados del estrellato editorial, son su alimento más fiel y anónimo. Para esos batalladores la Feria funciona como encuentro religioso, una especie de congreso destinado a beberse una eucaristía multitudinaria renovadora del espíritu docente. Esta crónica de ausencia termina con un bien demagógico homenaje: tal vez debiera erigirse algún día un monumento al consumidor de Libros de Texto, monumento al soldado desconocido de la industrialización librera Argentina.
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