todoy nada
20.5.08

Temporada en el infierno

Para qué decir algo más, si Guillermo Piro ya lo dice todo.

Al entrar en la Feria del Libro, cada año, descubro que mi teoría acerca de la fragilidad de la voluntad de sus trabajadores se mantiene intacta. La teoría, palabras más, palabras menos, es la siguiente: del mismo modo que a un alcohólico (a un verdadero alcohólico) le basta una cantidad irrisoria de alcohol para superar el nivel etílico en sangre y pasar, en un instante, a comportarse como un beodo, a los empleados que desde hace muchos años trabajan en la Feria les bastan apenas algunas horas para adquirir el semblante que tendrán aquellos empleados primerizos después de veinte días agotadores de Feria. Es así. Pude comprobarlo a lo largo de los quince años en los que trabajé en ella. Los síntomas son esos: un agotamiento atroz, un desfallecimiento. El surgimiento inmediato de ojeras violáceas, dolor de rodillas y espalda, abulia, embotamiento, intolerancia. Sobre todo intolerancia. Al cabo de unas pocas horas trabajando en la Feria del Libro, la catarata de preguntas y exigencias fuera de lugar de los que acuden a ella hace que uno haga inmediatamente suyas aquellas palabras apocalípticas de Ciorán: "Cada vez que salgo a la calle y veo a la gente, la primera palabra que acude a mi mente es la palabra exterminación". Suena exagerado, pero se parece bastante a la sensación que experimenta alguien que sin tener tendencias cabaleras mayor que la de muchos, e incluso teniendo tendencias cabaleras menor que la de tantos, confía en que la primera pregunta que escuchará en esta Feria signará, de algún modo, el carácter de las preguntas venideras.
Porque lo cierto es que no hay nadie, nadie, ni una sola persona, nunca, que pida un libro por su título correcto. O mejor dicho: no hay nadie, nunca, que pida un libro sin equivocarse en una de las coordenadas esenciales (autor, título, editorial), lo que lleva a quien debe satisfacer sus inquietudes a realizar trabajos mentales de arqueología libresca bastante complicados, que no es el lugar éste para enumerar y tratar de discernir. Son cosas complicadas, que se relacionan con la misma cábala que lleva a un arquero a pensar que si la primera pelota que en un partido debería llegar a sus manos, no llega, eso es signo de que, en lo sucesivo, vendrán muchas, muchísimas más pelotas que terminarán dentro del arco. Es algo que el arquero sufre, pero que le cuesta trabajo explicar. Al empleado de la Feria le pasa algo parecido: la primera pregunta, el primer requerimiento es crucial.
—¿Qué está buscando, señora?
—¿Tiene el libro Tus zonas de roña?

Largos, larguísimos días
Hay un libro que describe con exactitud y humor esa andanada interminable e ilimitada de equívocos y fallidos que hacen que la gente confunda el nombre del libro que está buscando. Las Memorias de un librero, de Héctor Yánover, recopila ese anecdotario que, al poco tiempo de editarse, pasó a ser una antología de mitos urbanos, de historias mal adjudicadas: todos los libreros, si son lo suficientemente mentirosos, aseguran que ellos fueron los protagonistas de, al menos, una de aquellas anécdotas. Por ejemplo, la del cliente que, muy suelto de cuerpo, pide al librero Mi negro sentimental, de Salvador de Madariaga, en vez de El semental negro. Insisto: la colección es infinita, y el deterioro semántico a veces es tan nimio que cuesta creer que pueda ser capaz de llevar a un equívoco. Como aquél que entra a una librería y pide el libro La rayuela, y el vendedor se siente atravesado por el rayo de la duda, porque el título, efectivamente le suena, pero no puede precisar "exactamente" de qué se trata. O aquella otra, que entrando a una librería pide muy suelta de cuerpo: "¿Qué tienen de Robert Hart?", y el vendedor, tímidamente, porque no quiere que el cliente sienta que está intentando atentar contra su autoafirmación personal, le pregunta: "¿Quién es Robert Hart?". Y la cliente hace lo peor que se le puede hacer a un vendedor de libros, esto es, hablar, en voz alta, pero dirigiéndose a un amigo invisible que, vaya uno a saber, siempre está a la izquierda de ella, dice. "¡No sabe quién es Robert Hart!". A lo que el vendedor, insistiendo educadamente, le pide que, por favor, le diga, al menos, el título de una obra escrita por el tal Hart. Para escuchar una respuesta que lo deja tieso: "Los siete locos".
Todos tienen una colección inacabable de anécdotas de ese estilo.
Pero para cualquiera que trabaje en la Feria es de muy mal agüero comenzar con un requerimiento de ese estilo.Y siempre, siempre, la primera jornada empieza con alguna pregunta como ésa. Siempre.

Aquí surge algo
Se recomienda a los visitantes que acudan el último día y que se queden a esperar el cierre definitivo, la sirena, la última campanada. La reacción de los que estuvieron trabajando en ella durante más de veinte días es tan desmedida, la euforia es liberada con tanta energía, que uno se pregunta qué habrá pasado, qué habrá sufrido esa pobre gente. Actúan como penados a los que acaban de informarles que ha entrado en vigencia una amnistía. O actúan como deben de actuar los soldados en el frente de batalla cuando se enteran que la guerra ha terminado. Hacen falta dosis exageradas de sufrimiento para alegrarse así.
Y lo cierto es que es así. Un vendedor de una prestigiosa distribuidora de libros españoles en la Argentina explica:"Cada año, cuando llega el momento de hacer los arreglos de honorarios para venir a la Feria, me acuerdo de lo que sufrí el año pasado y aumento mi cachet, esperando que me lo nieguen. Pero siempre aceptan. Y siempre, al tercer día de Feria, me doy cuenta de que una vez más, lo que pedí no es suficiente y que tengo que pedir más el año que viene".
Es como una carrera en la que tratan de igualarse el salario y el esfuerzo. Nadie queda satisfecho, siempre es demasiado poco. No es culpa de los empleadores, o mejor dicho, no siempre es culpa de los empleadores: la culpa la tienen los visitantes. ¿Particularidades? Gente inquieta, atenta y expectante, que tiene hacia la Feria del Libro una actitud que al diferir de la actitud que debería tener cuando visita cualquier otra feria, también se siente decepcionada y proclive a la queja. Van en busca de algo concreto, que al mismo tiempo es algo que podría encontrar a la vuelta de la esquina, en cualquier librería de barrio o en el centro. Pero han pagado la entrada y sienten que la Feria, esta Feria, debe retribuirlos poniendo en sus manos el libro que habían prometido leer hace décadas y que por una razón u otra fueron posponiendo. He aquí el lugar y el momento. Pero no entienden la disposición estratégica conque está montada la Feria. Piensan que cada stand ofrece más o menos lo mismo o debería ofrecerles más o menos lo mismo. ¿Editorial? ¿Qué sustantivo es ése? Los libros son, sencillamente, libros, y el que el cliente busca debería estar en el stand más a mano; o al menos en el que está más vacío.
La lectura superficial de los libros más vendidos en la Feria aporta más datos sobre la imposibilidad de interpretar satisfactoriamente las razones que llevan a la gente a acudir a ella: Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, La metamorfosis, de Franz Kafka... Todos libros que incluso pueden encontrarse en los kioskos del subte. Un enigma. Ni siquiera García Márquez y Kafka acudieron a la Feria a firmar ejemplares, lo que ayudaría a explicar un poco la cosa. Es inexplicable.

El amor antes de la Feria
Pero la Feria es también el lugar donde el amor se da cita. Son muchos los que han encontrado parejas –duraderas, incluso–, en una tensión laboral-sexual que no difiere mucho de la tensión laboral-sexual que cotidianamente viven en sus propios lugares de trabajo. Porque, salvo raras, rarísimas excepciones, los empleados que acuden a la feria de 14 a 22 no dejan por eso de responder a las exigencias cotidianas que les exige su trabajo. Los horarios se acortan, pero en sentido estricto deben cumplir con la misma labor en menos tiempo: la Feria no es una excusa que les permita a los corredores de editoriales, por ejemplo, dejar de atender el suministro de novedades a las librerías de Caballito. Y la tarea que durante el año les toma 7 u 8 horas, ahora deberán cumplirla en 5. Y luego viajar hasta Plaza Italia y lidiar con libros y clientes hasta las 22, los viernes hasta las 23. Hasta que el amor aparece...
Y entonces todo cambia. Los primeros días divisaron, a pocos stands de distancia, a una rubia con ojos color de rubí que al verlo sonrió con timidez. Si no fue lo suficientemente desfachatado, habrá tardado una semana en atreverse a invitarla a un café. Luego, tal vez por casualidad, tal vez por calculada coincidencia, se encontraron atravesando la puerta de salida a la misma hora. Y casualmente fueron para el mismo lado. Y tomaron juntos un taxi. Y tomaron otro café. Y ella lo invitó a subir a su casa. Y todo comenzó. Para los empleados veteranos, el "levante ferial" o se concreta durante los tres primeros días o hay que reconocer que se ha perdido la batalla del sexo casual. Porque al principio siempre es casual. Luego se verá.
Otras veces lo que prevalece es concretar un amor que se dio por comenzado en la Feria del año anterior, cuando uno era lo suficientemente feliz e indocumentado como para atreverse a dirigirle la palabra a una morocha despampanante a la que varias veces descubrió fumando sola afuera —la Feria ya no es la misma desde que está prohibido fumar entre sus paredes.
Otras parejas, en cambio, perduran con los años, y los amantes dan por finalizada la guerra de los sexos (en la Feria, al menos). Otros no dejan nunca de insistir. Cada año apuntan a la misma víctima, en espera de vaya uno a saber qué cambio de actitud. Insisten, cada año, con la misma. Cada año son rechazados descaradamente. El año que viene volverán a insistir.

Comida, mi plato favorito
La nutrición es un elemento importante, y en tanto que tal está, digamos, poco contemplado pensando en quienes dan vueltas en la noria –puede sonar un poco exagerado, ya lo sé, pero quien trabajó en la Feria sabe que no exagero. Los precios son calamitosos, bien pensados en quienes, cual turistas extranjeros, se adentran en terreno desconocido, virgen, donde, como en Venecia, todo tiene otro costo, por la sencilla razón de que se encuentra lejos de tierra firme, en el campo, como llaman los venecianos al resto del mundo. Los precios son exorbitantes, y el empleado considera incluso justo que así sea, porque de lo que se trata es de esquilmar al comprador, pero no entiende por qué, encontrándose del mismo lado, lo roban a él, un simple trabajador que sufre de las mismas intemperies y sinsabores.
Muchos, los más experimentados, plantearon como condición para trabajar este año que sea el empleador quien le pague la cena. Ellos son los privilegiados. Pero los otros, los que tienen que desembolsar el costo nutricio de su propio bolsillo... esos pierden. Los números no cierran. O, en su defecto, lo que merma es la nutrición, y al cabo de quince días la debilidad se hace patente en el modo de maltratar al público, en la resistencia a mantenerse de pie, en el poco resto existente para no cerrar los ojos y dejarse llevar por el sueño.¿Por qué comer en la Feria cuesta tan caro? ¿Y por qué se come tan mal? Pasan los años, y ni siquiera recordando los viejos tiempos en Pabellón Municipal de la Facultad de Derecho, cuando la Feria era invadida por el humo de las parrillas, la sensación cambia: veinte días a choripán dejaban tieso a cualquiera, resquebrajaba la salud más férrea, hacía tambalear al empleado más saludable. Y sin embargo aquello tenía lo suyo. Era más nacional y popular, si se quiere. Y más barato.

La pregunta sigue sin respuesta: ¿por qué el final de la Feria del Libro suscita en quienes la yugaron durante más de veinte días semejante algarabía, semejante alegría?
La Feria es un paseo. Un tanto claustrofóbico, es cierto, pero es un paseo. También se visitan los salones claustrofóbicos del Vaticano y las cuevas de Altamira. Deambular tiene su encanto, y no siempre, como se dice, el interior de la Feria del Libro se parece mucho a un subterráneo en horario pico. Hay ciertas horas en que puede resultar agradable, apenas abre, con sus bellas promotoras y vendedores descansados, dispuestos a enfrentar el largo día. De acuerdo, ¿pero qué buscan? Libros, ni más ni menos. Después de todo la Feria está repleta de libros. Y basta con entrar para que la memoria del paseante entre en movimiento. "¿Cómo se llamaba aquel libro de cocina africana que me recomendó Marisa? ¡Ah, sí, Cocina afrodisíaca!" Y el libro se convierte en un anzuelo, o mejor, la zanahoria siguiendo la cual uno deambula igual, pero con un cometido. Hay un equívoco la mayoría de las veces, ¿pero qué importa eso? Cuando nos decepcionemos, cuando descubramos que cocina afrodisíaca no es cocina africana ya será tarde, habremos dado tantas vueltas que podremos asegurar que conocemos la Feria del Libro de punta a punta. Buscar, pesquisar es agradable, aunque ni siquiera sepa lo que busca.En cambio es duro para quienes tienen que aclarar las dudas. O para quienes, distraídos o cansados, se prestan por un instante a ser instrumentos de ese equívoco y pierden el tiempo buscando lo inexistente. Y eso agota a cualquiera.

O también, venganza
Pero hay quienes se vengan. ¿Cómo era?: "La venganza del más débil siempre es más feroz" (Balzac). ¿Y aquel proverbio inglés, cómo decía?: "La venganza es un plato que debe servirse frío". Así es. Dado el carácter laberíntico de la Feria, es difícil que alguien en quien uno ha volcado todo su rencor ferial vuelva a encontrarnos. De modo que si alguien está buscando libros sobre feminismo es divertido mandarlo al stand de la editorial "El frente oso hormiguero", que naturalmente no existe, y donde encontrará todo lo referente a feminismo, e incluso más. El nombre de la editorial les resulta sospechoso, pero si han visto editoriales con nombres más estrambóticos, no hay razón para que no exista una con un nombre tan feo y tan...
Pero hay cosas peores.
Alguien, delante de mí, pide un manual para cazar sapos. El vendedor reprime una risa y gentilmente le señala al cliente el más allá, el otro extremo de la Feria. El último pabellón, allá, lejos. Asegura que hay un stand donde ha visto no uno, sino varios manuales para la caza de sapos. Y por las señales que acaba de darle descubro que está hablando del stand de la embajada de Cuba. Así que cuando se queda solo me acerco y le pregunto al vendedor a dónde hubiera mandado al cliente que le pidiera un manual para la cría de gusanos.
—Al stand de la embajada de Estados Unidos, en el pabellón amarillo. Como broma es bastante pueril, incluso estúpida, pero uno sobrevive a la feria gracias a esa continuo recambio de ocurrencias inocentes. Sin humor no se puede vivir. Ni en la Feria ni afuera. Pero en la Feria menos.

Un whisky entre amigos
Llegados a este punto se comprende el porqué de tanta felicidad a la hora del cierre. Es casi como un fin de año laboral, 265 días reducidos a poco más de una veintena. Vuelan papelitos, se escuchan silbidos ensordecedores, aplausos, gritos. Es la felicidad en estado puro, la liberación del yugo, el no va más. Poco antes, las miradas estuvieron fijas en los relojes. Hubo una cuenta regresiva y alguien comenzó con el alboroto. Hay abrazos, besos.
Hay un stand que históricamente suministra whisky gratis a los visitantes conocidos, la clientela fija, digamos. No son clientes, no son compradores los agasajados. Nada de eso. Son los propios puesteros, vendedores, promotores históricos que saben que en ese stand encontrarán el pequeño y amargo consuelo del scotch servido en vasitos de plástico. Hace falta un santo y seña, y el santo y seña lo da la cara y el hábito, ser alguien conocido y bienvenido. Se charla brevemente sobre los avatares de la Feria en curso, se beben unos sorbos de whisky, nada del otro mundo. Pero a medida que pasan los días, ese stand se convierte en un oasis de buenhumor, en una fuga. En primer lugar, los agasajados se sienten elegidos (lo son). En segundo lugar, son los mismos anfitriones los que encuentran en ese pequeño ritual un alivio. Ver una cara conocida, ponerse al tanto de sus vidas, de las idas y venidas laborales y sentimentales de aquellos a quienes uno quiere, y todo ello mientras se trata, sin cesar, de hacer frente a los caprichos e ignorancias de distinta estirpe de los paseantes. Todos ganas, como en la perinola. Todos se sienten reconfortados, al menos durante un rato. Luego hay que volver al yugo.

El lector que nunca llega
Y luego están los autores. Una especie extraña. No los autores en sí, me refiero a los autores que propician y se sienten honrados de acudir a la Feria a firmar ejemplares. Es un ejercicio de vanidad irreprimible, fundamentada teóricamente por aquello de que todos los autores sueñan con ponerse en contacto con quien los lee. En cambio debería fundamentarse con el mal de Roussel, aquel muchacho de veinte años que luego sería el modelo inspirador de Cortázar, que cuando publicó una novela en versos alejandrinos estaba seguro de que la gente iba a darse vuelta en la calle para mirarlo. En cambio, como era de esperar, no ocurrió tal cosa. La Feria es, también, el reducto donde van a parar durante veinte días esa fauna impropia y vanidosa, la de los autores desconocidos que esperan ponerse en contacto con lectores inexistentes, y que mientras tanto se deprimen calentando la silla y mimados levemente por los empleados del stand.
Representan una imagen más bien patética, porque incluso hay quien se les acerca, libro en mano, para preguntarle, por ejemplo, dónde queda el baño. Durante un instante la cara del escritor se enciende, pero al instante se apaga otra vez. Y sigue esperando la llegada de un lector que nunca llega.
A eso se contrapone la visita del escritor ilustre, de lustre. Esos, por lo general, cumplen con una deuda de amor: deben estar en la Feria, sus lectores los esperan. Pero quisieran estar en otra parte. Firman y dedican libros sin parar durante su breve estadía, son simpáticos, escuchan, aceptan críticas, hacen bromas. Pero quisieran estar en otra parte, en otra compañía. Con ellos, los empleados se mantienen ausentes. Establecen una relación más breve que la que son capaces de establecer los lectores: saludan al escritor ilustre a la llegada, lo despiden cuando llegó el momento de irse. Pero el ignoto, aquel que con el paso de los minutos está cada vez más hundido en su silla, ese merece conmiseración y respeto en dosis elevadas. Y es el empleado el que, entre venta y venta, lo convida con un café, se muestra momentáneamente interesado en su obra, habla de lo que sea, del tiempo, de la Feria, de sus autores predilectos, de sus autores odiados. Y así la soledad resulta menos ruidosa.
Pero hay algunos amables y desinteresados en los efectos que pueda acarrear su autoría. Son seres simples, que uno adoptaría como amigos, que gozan de los placeres simples y que no le piden a la vida, como aquel personaje de Cortázar, más que un pedazo de tierra donde instalar su reposera y leer su diario con noticias exaltantes. Prefiero a éstos.

Finalmente, hemos llegado
Lo verdaderamente extraño es la disparidad existente entre el armado de los stands y el desarmado. El armado se hace con rapidez. Las cajas de libros deben ser vaciadas y el contenido debe ser pulcramente acomodado en las bibliotecas, en las mesas y en los exhibidores. Todo eso toma tiempo y mucho trabajo. Pero el desarmado es casi instantáneo, vertiginoso.
Cuando el lunes 12 de mayo, a las 10, sonó la señal, luego de la algarabía, comienza el desarmado frenético. Los libros se arrojan (no se acomodan, se arrojan) dentro de las cajas, como sea, sin orden, sin criterio. En algunos casos se lanzan a distancia. Todo se precipita, el visitante no entiende lo que pasa. Aquello que tardó un día entero en ser preparado, se desarma en 15 minutos, es sorprendente. A las 10.20 ya todos los libros están acomodados en sus cajas. El personal de mantenimiento de la Feria ya pasó a desconectar los teléfonos, ya los stands empiezan a quedar a oscuras, se llevan hasta las lamparitas. Y las alfombras. A las 10.30, media hora después del cierre, ya no quedan ni las alfombras. Es como el paso del huracán de la mano de obra especializada. La Feria se disipa así, en un abrir y cerrar de ojos. A veces delante de los mismos visitantes, que asisten a un espectáculo inusual: el de ver cómo se destripa una Feria; ver cómo es ambiente que hasta hace poco lo atraía hacia sí, tratando de hipnotizarlo a fuerza de impactos de efectos visuales (las tapas de los libros son eso: efectos especiales), ahora lo rechaza, lo ignora. Pobre del que se atreva en esos momentos a pedir algo. Nadie lo oirá, nadie le prestará atención. Nadie escuchará sus preguntas. Todos quieren irse. Ya se van. Ya se fueron.
Algunos, sin embargo, rezagados, permanecen. Visitantes y empleados. Los visitantes dan vueltas dándole un último adiós a la Feria que ya es pasado. Los empleados, muchos de ellos, festejan a su modo, tomando gaseosa y comiendo pizza que se han hecho traer de enfrente, de Kentucky. Están relajados, sonríen.
No es para menos: todo ha terminado. Una Feria más ha llegado a su fin. Ahora se enfrentan a otro abismo, también inagotable. La vida común, la vida sin Feria, comienza mañana a la mañana. Hasta el año que viene.





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