todoy nada
29.4.09

Sutiles advertencias

Omar Genovese se toma el subte, se encuentra con Franz Kafka y un rato después termina firmando autógrafos. En el medio pasan algunas cosas más y finalmente se detiene para relatarlo.

En estación Tribunales de la línea D, subió Franz. Largo, flaco, hombros amplios, un poco jiboso por el ejercicio de la altura. Lucía una cabeza en ángulo, perdido el mentón hacia el pecho, dos pantallas sin satélite de referencia como orejas -algo salidas, pero redondas al extremo (pedazos de masa aplanados, compuestos por la geometría de una copa). Vestía un traje marrón desabrochado, camisa blanca sin corbata. Kafka venía de trabajar. Entre la lectura y los movimientos del viaje lo observé varias veces. Con un cabello más claro (o menos denso que en una foto en blanco y negro) intenté imaginarlo con kipá. En el instante que me distraje, entre una estación y otra, en el descenso (pero no lo vi moverse hacia la puerta de salida), o con la justeza malabar del acróbata, saltó al andén por una ventana, tan flaco, volátil, que resultaba imposible atraparlo en plena trayectoria. O se desplazó oculto tras lo voluminoso del pasaje, en esos avances torpes del paso contra paso, imitación del tren infantil entre adultos torpes. El resto del viaje busqué atentamente con la mirada (incluso en los reflejos de los vidrios), pero ya no estaba ahí, había migrado sin elevarse, imperceptible. ¿A qué venía el boceto espiritual de su presencia? ¿Ésa es la forma en que la lectura retorna por encima de la memoria? ¿Será así mi vida hasta el descanso inevitable de la muerte? Observé desconfiado todo el entorno antes de bajar, ojos corderiles, ojos mochos, ópalos de resignación. Y tuve la certeza que era él, no otro, en sus ojos el brillo adquiría particular inquietud. No me vio, pero percibía la presencia de ese alguien que lo descubría en la desnudez de intenciones. Era una advertencia, tal vez el gesto sin forma con que el pasado saluda al próximo inquilino, o la procaz ironía de todas esas palabras que nunca pasaron al papel, como energía saltando el destino, evadiendo toda función, fuera de sistema y sin objeto. ¿Será por la traición de Brod? ¿Quería advertirme sobre el riesgo de pisar el camposanto libresco en su impúdica exhibición? ¿O era una nota al margen (casi firma, grafo de cueva arcaica) invocando la desilusión de los estantes? Largo como un lomo allí arriba (en la profundidad de campo del vagón de subte), fuera de alcance del curioso ocasional, sin peldaños para llegar a él, ¿qué guardará el libro encuadernado sin inscripción? Con la certeza de que no era una biblioteca lo que esperaba por mí, y que sus lenguas de color, alfombras sin magia que darían la sensación de movimiento acolchonando los pies (cierta comodidad silenciosa del desplazamiento, anudado en el ritual hacia el altar de una letra encumbrada e incognoscible), subí las escaleras desde la serpiente ruidosa hacia un sol cetrino agitado por el tránsito. Quedé frente al monumento esperando el color de un semáforo y volví a buscarlo. Otros nadies como yo esperaban la orden. Con los libros existe el mismo misterio que en la oscuridad de los túneles, pero en la superficie la dispersión golpea la posibilidad de una escenografía, hay olores, vapores macerados de comida rancia. Caminé a la sombra hasta la puerta indicada en la que funcionarios disfrazados de bomberos patinaban mi imagen, hacían preguntas observando. Ya era un cordero esperando para la exhibición, antes del sacrificio, en esa angustia torpe mezcla del desconocimiento ajeno y el terror individual. La advertencia de Franz, ese agitarse entre desconocidos de todo conocimiento, tomaba la dimensión de lo real: estaba en tránsito hacia colores sin estética, marcas desesperadas, libros cerrados. Letras en clausura.

Cuando algo "cultural" está por ocurrir todos exhiben una amabilidad redundante. ¿A quién no le gusta ser tratado con tan extrema cortesía? Es para distender a los participantes, darles la oportunidad de agitar la llama endeble de la lucidez en un entorno siempre hostil. En la rectitud inorgánica del stand de Ñ predomina el espacio bar-living de una estancia sin paisaje posterior: falta el mar o un parque infinito con un bosque perdido en mascullar las sombras del atardecer. Falta la quietud natural y su indiferencia hacia el tiempo. Alguien aterriza en la charla informal y escucho (o quiero escuchar) lo remanido de lo común: es lo que hay, son así las cosas, nada cambiará por los siglos de los siglos. Silencio. Observo la diversidad del gentío. La mayoría ambula con libros en bolsitas, otros acosan las estanterías a la vista de personas ocupadas en preservar el intercambio de valores por objetos. Ansias encuadradas por comisarios. El público luce ropas de pobre colorido; grises, negros, ocres, cremas pálidos. Hay una madre joven con remera verde, un caso entre cientos, mancha diluyéndose. Sentémonos para comenzar y las miradas de los concurrentes se hacen bovinas, buscan símbolos en los que estamos a dos escalones sentados en mullidas sillas sobre una tarima, una mesa blanca por delante, una pantalla de plasma a espaldas, repitiendo vaya a saber qué (ritual televisivo, ¿videograph de lo que no se dirá?). Los ruidos de las cosas de un bar, el murmullo de los paseantes, un parlante oculto repitiendo consignas, y falta el motor del camión acelerando. Sonido ambiente, reverberación de la serpiente-subte. ¿O la advertencia de Franz era respecto a esa actividad humana que inventa recursos para no escuchar? De todas formas, lo audible será incomprensible.

La charla obedece a lo planificado. Lectores en red, lectores sin perfil, lectores a la deriva en un mundo tan apartado como anónimo. El otro planeta a sus pies, sensación de dominio de una tecnología que siempre es ajena. Quedan palabras en piedras, dibujadas en la faz que las sustenta, impresionando sin huella la tierra misma, húmeda, vacante. Mientras hablamos (por suerte Humberto ocupa toda la timidez y el asombro que me aquejan), en la diferencia entre el pequeño escenario y la primera línea de público sentado al frente, queda un pasillo bastante amplio por el que caminan -sin siquiera percibir lo que ocurre-, dos o tres personas con aires de turistas aburridos. Imprevisto, un señor más delgado que Franz, con una camisa a rayas grises sobre una tela arrugada mucho antes que las rayas admitieran su existencia, se detiene a mirarnos. Inquiere seriamente, observa sin importarle que obstaculiza. Luego sigue para diluirse en el espacio oleaginoso del pasillo lateral. En la pequeña libreta de notas las hormigas de la letra recuerdan lo que no debo olvidar. Espacios blog anteriores: Kaputt. Nazione Indiana y la inspiración de Piro para poner en funcionamiento esa máquina casera de publicar, tan demandante... ¿Logros? El libro en preparación (Libros del Sur-Corpus Libros): Los archivos de Nación Apache, con ese problema intrínseco, la verdadera lectura en el espacio madre de todos los posibles, el del lector. Algunas cifras, y lo más importante, agradecimientos, menciones (algunas, ¿o debía soporizar leyendo la larga lista de blogs que remiten a Nación Apache?): Guillermo Piro, David Wapner, Nicolás González Varela, Leonardo Sai (que llevará adelante los Informes Apaches), Inés Pereira, Paula Pampin, Oliverio Coelho, Susana Cella, Daniel Freidemberg, Edgardo Balduccio, Alejandro "Maguila" Olaguer... Citar otros espacios colectivos: Tapera, La Barbarie, Artepolítica, La Runfla de Rufianes, El Interpretador,... Eterna Cadencia (donde se realizarán las Jornadas Apaches 2009), Hablando del Asunto... Mecánica del funcionamiento, dispersión de la lectura, de la cita, sucesos que hacen al tierno caos de los blogs: esa vocación innata para salir de las agendas y vagar por los bordes.

Termina la función y un señor se acerca, extiende el anverso blanco de una tarjeta personal, ¿me da su firma? Lo observo sin comprender. Es que mi sobrino es fanático de Nación Apache y no va a creer que estuve en esta charla. Escribo: un saludo apache para... Pensé en Franz, que se trataba de su emisario, portador de eficaz ironía: hay un lector, un solo lector, por eso vale la pena.





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