todoy nada
5.5.09

La Feria de mis sueños

Jorge Mayer cree que lo mejor de la feria es la trastienda, lo que está vedado a los ojos del gran público. Y lo cuenta. Aunque sólo en parte, no vaya a ser que se pierda el encanto.

La feria es una experiencia que no deberías perderte, me dijo Paulita. Yo sé que sí. Que en realidad uno no debería perderse ninguna experiencia. Pero, pedante como soy, le dije que ni mamado. Que sólo iría a la fiesta como invitado, cuando me toque.

Hay que tener cuidado con lo que uno dice. A veces el tiro sale por la culata. Así, a su modo, mi profecía se hizo realidad. El año pasado concurrí a una feria. Como invitado. Participé de una charla abierta con un par de escritores amigos. Supe qué es lo que se siente estar del otro lado del mostrador. Y también, aunque brevemente, fue un visitante anónimo, uno más entre la gente.

La noche que tramé ir como un mero visitante debía despachar antes un compromiso. Me harían una nota en la radio. Sí, a mí. A mí solo. Así que temprano, digamos a las siete, rumbeé hacia el predio donde se realizaba el evento. Me insinué al móvil de la radio y el individuo al que llamaremos Animal de radio, a la postre uno de los principales artífices de la feria, me dijo esperá un poco, a tu nota vamos a hacerla en el bar. Así que me senté a una mesa junto a un escritor local y una escritora a la que yo no conocía, joven, delicada, lo que se diría una belleza dark. A Poe le hubiera encantado. Hasta que llegó mi turno en la radio, el escritor y yo pugnamos por ganarnos la atención de ella. Sin suerte, pero lo que vale en estos casos es la brega. Eso es lo que digo yo, a manera de consuelo. De tontos. O sea: el escritor local tampoco pudo con ella. Al rato, fuera de micrófonos, Animal de radio me dice: el año que viene traemos a Belén Francese. A Araceli. Cobramos entrada. Nos llenamos de oro. Le digo que está en lo cierto. Las ferias son un poco eso, ¿no?

Al momento de la nota ya había corrido alguna cerveza por nuestros gargueros. Estuve chispeante, levemente irónico, la hipomanía tomaba por asalto mi ser. Animal siguió en lo suyo, y yo me quedé solo en mi mesa, viendo la gente pasar. Decidí pedir otra cerveza, lo que en cierto modo era postergar mi visita a los pasillos, a los stands, a la verdadera feria y me limité a ver la gente pasar. Muchas parejas, algunas jovencitas en flor, una buena parte de ellas portadora de unos culitos mullitos que valdría la pena citar como atractivo turístico.

En eso se acercan a mi mesa dos señores. Uno de ellos, a punto de sentarse, me dice señor, no se sienta invadido, venimos de parte de, y ahí es cuando dio el nombre mágico de Animal de radio. Antes de que yo me acordase de mis planes, estábamos hablando como viejos amigos. Uno era librero, el otro videasta. Al rato volvió Animal, y de paso trajo a su hija. ¿Es bella, no?, me dijo, y yo dije sí, aunque no te lo hubiera dicho. Al cabo, me quedaba algún pudor. Se fueron ellos, y nos sumamos a otra mesa. Estos se decían historiadores. Toda gente muy cordial, muy amiga del trago, de la risa fácil, que me hizo sentir como en casa. Lo que siguió después, me lo reservo. El caso es que no me adentré a los pasillos. Me quedé en eso que Animal llamaba la entraña misma de la feria.

Asistí como espectador a una entrevista abierta. El protagonista era un poeta, posiblemente de lo mejor que tenga hoy el país. Aunque yo no entienda demasiado de poesía, ni esté seguro si el fulano en cuestión ya tiene una obra valedera o es una promesa valiosa en su condición de tal. En la charla el tipo estaba de lo más incómodo. Las preguntas, aunque pertinentes, creaban un abismo entre él y su entrevistadora. Sobre el final, cuando la charla se abrió a las preguntas del público, el poeta abandonó la madriguera. Fue lo mejor, claro que siempre hay un pero. Alguien del público, un poeta local, según me aclararon después, le pidió que leyera algún poema. El poeta, de regreso a la madriguera, arguyó que no traía ningún libro consigo. La entrevistadora le extendió uno. Sentí pena por él, que apenas alcanzó a decir que sentía que todos esos poemas ya no le pertenecían. Cada uno, a su modo, estaba ligado a otro tiempo, a un tipo que ya no era él. Sin embargo, con voz temblorosa, leyó.

Cuando volvíamos al hotel, uno de mis compañeros y yo, nos cruzamos en la calle con el poeta. ¿Venís a comer con nosotros?, preguntó mi compañero y él: tengo que ir a buscar guita al cajero. Y me dio una palmada. ¿Viste eso?, dije. Me embargó un sentimiento como nunca. Después pensé que la vista lo había traicionado, que me confundía con alguien. O que, en vista de mi compañía, supuso que yo era otro, alguien que en ese momento se le escapaba de la memoria y quiso mostrarse compinche. No me importó. Olvidé el incidente.

El restaurante donde comíamos se llama La construcción. Atiende el mozo más simpático que yo haya conocido en mi vida, aunque digo eso y soy injusto: toda la gente con la que traté mostraba un nivel de afabilidad para mí desconocido. Puede que ya hubiéramos ordenado nuestros platos, no sé, pero en eso llegó el poeta. Mi compañero le hizo una seña y se sumó a nosotros. Sentate acá, me dijo una amiga, ofreciéndome la silla vecina a la del fulano, vos lo vas a disfrutar más. Dejá, dije yo. A veces soy así, no entiendo por qué. Llegaron todos los platos, todos menos mi bife de chorizo. Cuando vino, lo comí a las apuradas, inquieto, entre generosos tragos de Santa Florentina, uno de los vinos motivo de orgullo provincial. De a poco nuestra mesa se fue despoblando. Y eso fue lo mejor. El vino nos trajo nombres amigos, frases para el recuerdo, poemas dignos de antología, que mis contertulios eran capaces de repetir de memoria. Pocas veces en mi vida he sido tan feliz.

Alguna otra vez voy a contar cómo me sentí del otro lado del mostrador. Por ahora sólo me interesa dejar en claro que lo mejor de la feria -de aquélla, de ésta- es la trastienda, lo que está vedado a los ojos del gran público. Cuando no hay ansiedad ni marquesina ni morbo, cuando los albañiles de esa torre de babel que es la literatura (escritores, editores, libreros, activistas culturales) se ofrecen generosos, compañeros de ruta, hedonistas incomprendidos, hay una pequeña esperanza que nace, como el paciente capricho del retoño en los escombros de un derrumbe.

Aunque, quién sabe, a lo mejor lo soñé.





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