todoy nada
16.4.10

Exclusivo para lectores

Daniel Massei, desde Barcelona, inaugura las crónicas de este año y nos habla de realidades, libros, lectores y... escotes femeninos.

Toda realidad es, sobre todo, la narración que se hace sobre ella. En el mismo sentido, la realidad propia, no es más que el discurso con que un sujeto interpreta su propio mundo. Es un mecanismo muy conocido por los mitómanos, por ejemplo, de allí esa necesidad compulsiva de inventar historias que los incluyan; siempre propias, nunca ajenas, porque no pueden prescindir del yo que los impulsa. Es el protagonismo del sujeto lo que entra en discusión. Que algo pueda ser definido como ficción o no, importa realmente muy poco, toda realidad es siempre de algún modo ficcional. Desde el mismo momento en que es incorporada a un discurso que la enuncia, que la narra e interpreta: se constituye ficción, gracias a una propiedad inevitable del lenguaje. Se piensa, extrañamente, sólo con palabras, nunca con imágenes. Y en un idioma específico además, el primero que se supo oír, de allí que el lenguaje sea la construcción intelectual primigenia de los seres humanos, el primer aprendizaje no fisiológico. Y es por eso que el pensamiento también se vuelve ficción, una narración más, un simple relato. A veces mediocre, otras veces fascinante. Y quien no logre narrarse la propia vida de un modo que mantenga cautivo y expectante el entusiasmo, enfrentará un problema grave, gravísimo: se aburrirá. Se aburrirá de sí mismo, la antesala del suicidio, de la pérdida de todo interés por continuar con su vida. Suicidio y depresión son estados sinónimos, ambos llevan dentro la pulsión de la muerte, el fin de toda narración.
Los lectores somos gente aburrida pero, en general, no somos suicidas. Y no somos suicidas porque contamos con un método para sobrellevar nuestro aburrimiento: sabemos abrir un paréntesis en nuestra vida y aprendimos a asomarnos a las ventanas. Es que desde toda ventana se observa un mundo que no es el nuestro, que es otro, que es el afuera, que le pertenece a otra gente. Un libro es, básicamente, un producto que sirve a ambas ideas: un paréntesis en nuestra realidad, un tiempo en que nuestro protagónico en este mundo cruel puede olvidarse; y una ventana a otra realidad edificada por la cabeza de un extraño ajeno a nosotros mismos: un autor. Es que leemos sólo para divertirnos; para divertirnos en primer término, y en último para descansar de nosotros mismos. Algunos además escribimos, buscando exactamente lo mismo: describir un cosmos argumental, una realidad ideológica, un mapa de constelaciones subordinadas, un mundo verbal. Un paisaje que nos resulte entretenido transitar, edificar e incluso destruir. La paradoja es que quienes escribimos, lo hacemos persiguiendo exactamente la misma idea pero con el método exactamente opuesto: crear una realidad distinta con una sobredosis de nosotros mismos. La concentración extrema, la exégesis, nuestro propio yo devenido en único pensamiento rector de un universo que, al menos, intenta ser diferente al de todos nuestros días.
Hay otros medios de diversión y entretenimiento que tienen también la potestad de dejar al sujeto en estado de suspensión, digamos, de paréntesis: el cine, todas las artes, e incluso: la TV, Internet, el fútbol, los deportes en general, como práctica tanto como espectáculo; cada quien elige sus armas y batalla contra el aburrimiento vital como realmente le viene en gana. Internet, por ejemplo, a mí me resulta fascinante y reconozco que hace años que vivo más tiempo conectado que desconectado. Pero si además de la literatura debo elegir otra posibilidad de paréntesis a esta realidad y sólo uno más, otra ventana a mundos ajenos, no elijo Internet. Existe otro producto de la civilización que me resulta incluso mucho más fascinante, otra invitación a olvidarme de mí mismo que me resulta más mucho más difícil de rechazar: los escotes femeninos. Lo que las mujeres muestran y lo que ocultan. Cómo lo muestran y cómo lo ocultan. No dejan de ser también una ventana a otra realidad, un paisaje de un cosmos ajeno, una invitación a un mundo que se puede soñar como infinitamente más íntimo.
Existe cierto particular evento que se aproxima en el calendario de estos días y que reunirá, bajo el mismo predio, casi todos los elementos aquí nombrados: libros, autores y múltiples escotes femeninos. Está por comenzar La Feria del Libro de la Ciudad de Buenos Aires, claro, ciudad pródiga, aún, tanto en libros publicados como en aparición de mujeres bellas; digan lo que digan y hagan lo que hagan quienes la gobiernan. Pues bien, disfruten de ella (de la feria), y de ellas (de las mujeres bellas). Sean elegantes al mirarlas, eso sí, sobre todo si son ajenas (y recuerde que en algún punto siempre lo son): no molesten ni violenten. Basta una mirada fugaz, liviana, el resto es sueño e imaginación. Todo lo contrario con los libros, terreno fértil sólo desde la concentración, la obsesión y la insistencia, cuando cabe, cuando algún hallazgo pone en funcionamiento la maquinita cerebral que nos controla. En esos casos no sólo se nos permite la mirada pesada, procaz, algunos libros incluso nos la exigen. Todo texto se desnuda fácil, controladamente desde su primera página, sólo los incorrectos furtivos caemos en la tentación de abrirlos por el medio, donde sea, que el azar decida. De cualquier modo también nuestra propia exageración resulta imperdonable: entrarles desde atrás, sodomizarlos de una vez, leer su última página para descartar su compra, su pertenencia a nuestra biblioteca, y descartarlo para siempre. A veces lo hacemos. Pero es lógico, son miles de libros, demasiados, miles de realidades que se nos proponen, todas deseando capturar nuestro tránsito lector. Debe existir algún método de descarte, es imposible leer todo lo que se publica. Es imposible, incluso, leer todos los textos que viven dentro de cada texto que se publica. Sabemos bien que frente al interés por los libros ninguna elegancia resulta posible, allí desconocemos si existe un sistema distinto a plantarnos sobre la letra impresa que nos interesa como desesperados hambrientos, seres instintivamente voraces, enfermizamente compulsivos, que urgen cada día por nuevos libros que los inviten a posponer su propia hora para el suicidio.
La feria será un evento comercial, mercantil, editorial, social; lo sabemos desde hace un buen rato. Se discutirá cuánto y cómo tiene que ver con el ejercicio íntimo de la literatura, como se discute siempre, en cada nueva edición. Y está muy bien, es incluso necesario que se continúe discutiendo; urgente, imperioso e impostergable, que cada nuevo año continuemos debatiendo sobre lo mismo. Pero mientras tanto, además, ojalá recuerden todos disfrutar del evento, divertirse, leer, encontrarse con amigos. Una feria también es una fiesta, y una fiesta suya, mía, para autores y editores; llámense mujeres, hombres o, incluso, casi suicidas. Una fiesta exclusiva para lectores, eso quería decir.





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