todoy nada
26.4.10

Vino Teresa Parodi, tucó un chamamé

Jorge Mayer vuelve a escribir, como cada año, su crónica desde la ausencia. Todo un mérito.

Hace unas pocas semanas conocí Black Books, una serie británica con todos los condimentos para erigirse en la mejor comedia de todos los tiermpos, salvo por su brevedad. Duró tres temporadas de seis capítulos de veintidós minutos y, se sabe, lo bueno, si breve, dos veces breve.
Se preguntará el amigo lector qué hago recomendando una serie de tv en un sitio concebido para la celebración o el denuesto de la feria del libro de Buenos Aires y una primera respuesta, la espontánea, una engañosa aproximación al tema, podría afirmar que las mejores plumas de nuestro tiempo no escriben novelas sino guiones. Ahí lo tenemos a Charlie Kaufman, por caso, el mejor de todos, que cuenta en su palmarés con títulos como Eternal Sunshine of a Spotless Mind, Adaptation o Being John Malkovich. No dejo de preguntarme cómo sería una novela suya y lo más probable es que nunca lo sepa. Suponiendo que la guita no importase, que sí, importa, claro, el cine le deparará al bueno de Charlie las groupies que la literatura de antemano le niega. Ergo: yo también sería guionista.
Al mismo tiempo, se extiende un poco cada día la fantasía del fin de la literatura: se habla, con razón, sin razón o contra ella, del último libro, del último autor, del último lector, y yo no soy ajeno a esa fantasía. Tal vez este opúsculo sea lo último que escriba y en tal caso me gustaría dejar anotado dónde pueden encontrarme. Sí, amigos: van a encontrarme en Black Books, en Synecdoche, New York, antes que en un libro o en un blog.
Entonces la feria, que de ella venimos a hablar, se ofrece como un lugar propicio para que los escritores muestren la hilacha: un hombre de letras, que no es un escritor a tenor de lo que Proust escribió sobre Flaubert, montará un berrinche pidiendo la academia de una buena vez reconozca a un amigo suyo. U otro hombre de letras, que no es igual a un escritor por esto y lo otro, hablará de política y echará sus mejores vituperios contra el nuevo orangutanismo que se abate sobre argentonia. O un tercer hombre de letras, que no puede decirse escritor por bla bla bla, dirá: mis tramas son mecanismos de relojería.
Si no soportamos los berrinches de nuestros críos cuando bebés, ¿por qué perderíamos cinco minutos en atender la verborrea de hombre de letras 1, tan preocupado él por cosas tan banales como el prestigio o el dinero? Si en todo caso se tratara de groupies, ¡vaya y pase! Yo me pregunto, de onda, si fuese la mitad de lo fascista que es la declaración del hombre de letras 2, ¿no estaría en la feria batiéndome a sillazo limpio contra todo el que me ofenda? Yo me pregunto, por preguntar nomás, si no le pido siquiera a mi reloj que se comporte como un mecanismo de relojería, ¿por qué me interesaría leer los libros de hombre de letras 3 o escuchar su perorata? No da, loco. Esta nota debería titularse así: no da.
Siempre recordaré con cariño la mañana de julio en que tomé de la biblioteca de una amiga El lago, de Paola Kaufmann. La novela está ambientada en una región que suelo frecuentar en mis vacaciones; el tema, la búsqueda de un monstruo, me resultaba por completo trivial. Sin embargo leí en voz alta para mi amiga un párrafo cualquiera y fue lo más parecido a decirle "tocá, eso que late es un corazón". Así de simple. Eso es un escritor, no los charlatanes que pujan por un centímetro en la prensa del escándalo, no los infelices que piensan que el compromiso de quien escribe pasa por alinearse con este o con aquel, no los que tienen que dar muchas explicaciones por lo que escriben o lo que dejan de escribir.
Entonces la feria, sí, ya voy, y mejor que no me apuren: Bernard es el dueño de la librería Black Books, irlandés, borracho, cascarrabias, lector full time (no deja de leer ni siquiera cuando orina) y Manny su empleado, un tipo proactivo, bonachón, que a la primera de cambio llena de gente el local y vende más de la mitad de lo que había en stock. Bernard reprime sus deseos de matarlo. A él le gustan los libros, no el hecho de venderlos; al contrario, en medio de una curda fenomenal confiesa que quisiera ser empleado de un acuario. Manny es capaz de vender semáforos.
Esa es la tensión es inherente a la industria editorial. Hay una mitad que gusta de los libros, de leerlos, de escribirlos, que reniega de las multitudes, de la presión tributaria, de las planillas de cash flow; y otra mitad que hace que la rueda gire, que los libros circulen y, entre muchas otras cosas, se organicen eventos como la feria, aunque para reunir una buena concurrencia no les tiemble el pulso en llamar a Teresa Parodi. Ojo: yo no digo que esté mal; sólo anoto que la pasión por los libros tiene más de Bernard que de Manny, pero, toda la verdad sea dicha, la salud del ecosistema precisa a Manny. O a money, que no es lo mismo pero al oído bastante se le parece.





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