todoy nada
14.4.11

El inquietante destino del lector

Omar Genovese -que cerró las Crónicas del año anterior- inaugura la Versión 11 y se pregunta -como tantos otros, como tantas veces- qué significa hoy la Feria del Libro.

La Feria del Libro siempre fue (y significa) lo mismo: un acto promocional. Y eso abre otro interrogante: ¿qué se promociona? La noción general –lema que la justificó durante buena parte de sus 37 años– es que lector y autor se encuentren, pero, ¿ocurrió eso? Ahí, en la realidad, aparece el recuerdo y el contraste, la razón económica y las transformaciones del capitalismo que operaron en el país con quirúrgica precisión. Por ejemplo, entre 1974-1983, la feria era un gesto de vanidad hipócrita: libros prohibidos y quemados, autores asesinados y desaparecidos, temas vedados, hacían de la exhibición un fraude cultural y un gesto político por excelencia que coronaba el “esfuerzo” empresarial a través de la violencia en el terror. Con la llegada de la democracia las tensiones del libre mercado instalaron su pequeña batalla: hubo una transformación de “feria” (divertimento) a “exhibición” (vidriera-shopping), como en la sociedad. Del almacén al hipermercado sería la forma del pasaje, incluso, más allá: expresa la tensión interna de la industria editorial en la que el marketing obra como oráculo hacia el producto cultural. Porque del otro lado del límite está la respuesta mágica a ¿qué quiere leer la gente? Como el objetivo es vender, el libro es un producto, y como tal, responde a la búsqueda comercial de un “nicho”, en tanto el lector se transforma en grupo diverso, anónimo, inasible. Y aquí “nicho” equivale a, por ejemplo, temática, línea, género, en su equivalente imaginario como moda, lo que lleva a suponer que la Feria del Libro es la exposición de las ideas que cada editor tiene del otro, o sea, del lector. Hay un caso donde prestigio y mercado actúan con maridaje extraño: en literatura de ficción ocurre un fenómeno mercantilista llamativo, allí confluyen las promociones institucionales de otros países-lenguas-costumbres, aplicación de reconocimientos exógenos como fórmulas del éxito, creación de círculos críticos afines, y demás operaciones de prensa y difusión, que copian burdamente las estrategias de célebres organismos de inteligencia militar de las potencias económicas. Tal vez por ello resulta siniestro que un autor o una temática de ficción la consideren “nicho”, que en nuestra lengua remite al cuerpo muerto, al descanso final. Bien, eso también puede disparar cuál es la noción que la industria tiene del libro de ficción: se trata de un cuerpo cautivo, inane, que debe ser adorado a posteriori. En tal empresa fúnebre la ficción resultaría el servicio de lujo que da prestigio, pues la industria editorial se enriquece con el 95% de publicaciones que nada tienen que ver con la novela o el cuento. Brutalmente: lo encuadernado como producto y que alimenta la rueda comercial del libro gira en torno a la difusión de saberes de toda laya, tan útiles como inútiles. Y además, innegable, es una industria con su mercado, capitalistas, trabajadores, clientes, un círculo social con su cuota de poder, donde la feria de libros es una muestra de su espectro corporativo.

El destinatario del evento es un modelo de consumidor que ha mutado, al igual que la Feria, en su forma. Ahora, ese sujeto o visitante se supone que es un lector, categoría que encierra un paradigma cultural que excede dicho ámbito. Y aquí el tallado social no hace más que exponer la diferencia de clases, oportunidades, exclusiones y, lo más evidente en los últimos diez años: expulsiones e invisibilidades. La triste ironía tiene dos facetas alevosas y contradictorias. Está el lector que tuvo acceso al prestigio y beneficio de una educación superior, y está aquél sujeto que con dicho bagaje no admite ser lector, y eso habla de cierto fracaso del modelo educativo tradicional, argentino. Porque, ¿qué es una educación básica, media o superior? ¿La que garantizan las instituciones educativas a través del Estado? Que un profesional no sea lector es un fracaso grave. Ahora, visitando la Feria se encuentra más abundancia de lectores negados, consultando, revolviendo estanterías, presumiendo de un saber y posición social que ejercen con la compra compulsiva. En eso el escenario muestra situaciones ridículas, burdas, donde la ignorancia genera consultas y confusiones humorísticas. Triste espectáculo, tedioso: el público se disfraza de sabio tropezando a cada paso con sus falencias. Tal vez el lector negado sea el destinatario ideal de una feria. Y es que el salvaje capitalismo abusó del enciclopedismo para falsear las posibilidades humanas: al clasificar y cualificar el saber, desplazarlo del centro de la escena social por la información, se hizo de la ciencia, y con ella, del conocimiento a nivel trasnacional. Por ejemplo, hay un debate ridículo en torno a libro en papel versus libro digital: si el tráfico de saberes es la logística de la acumulación, es obvio que el formato económico se impone. El no-papel será inevitable, triunfará por la lógica de la salvaje pirámide de riqueza. En sí, el lector (el que interesa a la industria) es un lector de masas, un numeral en la fórmula del consumo, y la influencia del poder sectorial irá orientada a multiplicarlo, influyendo en las políticas sociales. Y en esto no hay coyuntura, sino abandono, porque ante el hambre, la desocupación y las pandemias, ¿a quién le interesa el destino del lector?

Hay presunción de que una feria de libros es una usina de cultura. Resulta engañoso, más bien es una forma (y pienso desde los pequeños sellos editores) de acercarse al balcón de la masividad, mostrar otro tipo de visión y expectativa. A mayor diversidad, menos concentración de voces bajo tutelas dogmático-mercantiles. Hoy, la mayor parte de las editoriales tradicionales (en publicidad pasa lo mismo) tienen un socio internacional, vale decir, tienen una voz interna que es extraña a nuestra lengua. El resultado está en que lo publicado termina siendo una plataforma para el público, destinatario que es algo más despojado de entidad que el lector masivo al que referí más arriba. Sin caer en clichés nacionalistas, el respeto por la lengua argentina (si es que existe como tal) tendría su correlato si el estado produjera ciertas medidas proteccionistas para las editoriales del país: papel subvencionado, quitas impositivas, librerías en puntos de ventas descentrados, más bibliotecas populares, un plan de incentivo para que cada hogar disponga de su biblioteca y alimentarla trimestralmente con nuevo material... Sería una forma de compensar, pues si se distribuyen computadoras portátiles (que, en sí mismas, vienen a reemplazar al aparato de publicidad por excelencia que es la televisión), también debería instalarse la oportunidad de la lectura. Al cabo de décadas –si una política de estado tuviera aplicación continua–, serían los mismos lectores quienes transformarían el mercado editorial, y por tanto, la feria de libros carecería de sentido o tendría otro, muy distinto. De todas formas, ya en un marco más específico, aparecen gestos expresivos como el FILBA, un emprendimiento privado centrado en la literatura misma que, en oposición, coloca en el centro de escena a los autores. Por tanto, del autor al lector, encuentra otros caminos, que veremos a dónde llevan; a su vez, lo más inquietante resulta interrogarse por cuál es el destino del libro, del lector, de la lectura misma, que de seguir así, terminará por hacer de la Feria del Libro un recuerdo de otra época.





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