todoy nada
16.5.11

El apetito por los libros

Julio Zoppi volvió a no ir a la Feria pero, en cambio, ensaya unas ideas en torno a lo que él llama las "empresas editoriales".

Los mercadeos burbujean al son de las epilépticas tendencias de consumo. El deseo de una empresa editorial es articular a bajo costos los resortes precisos para que un autor que se convierte en marca, o aquél que conserva la marca hecha en otro momento histórico la mantenga con una vigorosa permanencia de liderazgo. Generar el capital simbólico requerido para sostener una marca, avalado en gran inversión publicitaria, implicaría reinventar algún genio de masas que asegure por sí mismo ventas decentes de un material artísticamente elevado. Ello resulta hoy día una empresa casi imposible. Conspira contra ello un espacio público informativo saturado de mensajes que relativizan los valores de los emisores literarios. La autoridad otrora monolítica ha implosionado hasta dejar astillas que apenas flotan en sus pequeñas lagunitas de supervivencia pero no generan potencia superlativa de olas para imponerse como marcas. Lograrlo costaría una fortuna en promoción totalmente irrecuperable.

El elenco de autores promedio de ficción, cada uno luchando en un atribulado campo de batalla con sus módicas porciones de penetración, se esterilizan entre sí a causa de su extenso número y cunde la imposibilidad de hacer de sus obras un sólido y estable objeto de deseo. Muy numerosos los egos contenidos para tan poco continente disponible. ¿Cómo hacer para dotar de un mínimo de reconocimiento a todos? Por consiguiente, la ecuación más elegida por las empresas editoriales es la traslación de planos del capital simbólico, tomar las estrellas que son marca en otros gremios de la industria mediática y hacerlos libro. Ante la imposibilidad de generar marca con el escritor de profesión, entonces que el libro se nutra de la marca ya establecida por otros géneros, es el caso de la cada vez más creciente tendencia a que todo famoso periodista deportivo, modelo, deportista, vedette, actor, mediático, charlatán, locutor de radio, se vuelva autor de un libro. El recurso tiene una logística de producción muy barata y eficaz; no requiere más que contratar a un ghostwriter idóneo y se obtiene en breve plazo un producto caliente. Las bateas de las librerías muestran cada vez más libros de todo figurón más o menos conocido; pronto llegará el libro de Tinelli, el de Martín Palermo o el de Jorge Rial. El segmento del ensayo sobrevive por su cercanía al vaivén político, lejos de los intelectuales pero cerca de periodistas validados en gráfica, TV o radio capaces de producir obras de acuerdo a los picos de tensión de cada coyuntura temporal.

Pero no sólo una marca determina la atracción, hace falta el atributo intrínseco del producto.

¿Qué encierra un libro como producto para volverlo magnético al deseo del público?

¿Qué debe tener que lo haga atractivo al punto de pagar para tenerlo en principio, condición suficiente que hace del leerlo una segunda instancia accesoria a los fines?

El libro juega con el deseo de revelar lo oculto. Pero no hay que confundir lo oculto con lo desconocido, se trata simplemente de aquello que no puede ser revelado por otro medio o en alguna otra parte que no sea un libro. Por eso el valor del formato papel. El libro debe ante todo esconder, encerrar algo, traer algo oculto adentro, alguna intimidad a ser violada, imposible de descubrir de ninguna otra forma. Esconder un tesoro, aunque sea pequeño, que no pueda obtenerse en otra parte más que dentro de sus áridas hojas. Esta condición es la que hará que sobreviva el libro como volumen encuadernado, frente a los muy encandilantes archivos digitales demasiado volátiles y violables en su intimidad. Es una promesa de único acceso a un descubrimiento que debe guardar su suspenso; todos los libros son libros de suspenso. El encierro de su luz avala la expectativa. La novela esconde el tesoro de un final, un enigma, el suspenso atrapante de una trama plagada de descripciones deliciosas; el de investigación el secreto de una revelación jamás sabida. La poesía, de modo más sofisticado, el hallazgo de la belleza del decir impensado. La biografía, esas anécdotas jamás sabidas.

Durante la dictadura, anulados por la censura, la represión y el terror, el mundo de las ideas no eran contenido posible; pero el libro prometía ofrecer el tesoro de la sexualidad prohibida; corriendo el límite de lo posible en otros medios más explícitos como los gráficos y audiovisuales que soportaban una censura más brutal e implacable. Se vendían como pan fresco novelas que contenían las descripciones proyectivas de liberadores polvos, actos sexuales explícitos, carnales romances de formato liberal, prolegómenos y devaneos varios. No es que los militares no controlaran los libros, pero digamos que dejaban cierta flojedad en la tuerca respecto de la ficción que permitía el colado de esas apetecibles gemas de voluptuosidad, aún en los best sellers norteamericanos. Las peripecias masturbatorias de algún personaje de Harold Robbins o las felatios de Asís eran secretas medialunas para el desayuno.





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