todoy nada
14.5.09

Más inútil que nunca

Queridos amigos, unas pocas palabras sólo para agradecer a quienes escribieron y a quienes leyeron. Como siempre, volvimos a no cumplir con nuestras propias expectativas. Pero no está tan mal. Si hubiese sido de otro modo, le hubiéramos tenido que cambiar el nombre al blog y ya nos encariñamos con éste. Ah, la feria terminó el lunes pasado. Hasta el año próximo.

6.5.09

Crónica inútil demasiado personal

Humberto Acciarressi, después de tantos años y tantas Ferias, no vio naves de ataque ardiendo más alla de Orión, pero por suerte escribió una crónica no del espacio ferial y de sus actuales habitués, sino de su tiempo.

Después de treinta años de escribir sobre la Feria del Libro para casi todos los medios nacionales de la Argentina (y de editar durante cuatro o cinco el Diario Oficial de la exposición, que este año no salió por razones que no me interesa conocer) creo que ya no hay nada que pueda decirse. O en todo caso, nada que otro no lo haya dicho mejor. Frente a esto, no cabe otra alternativa que remitirse a cuestiones estrictamente personales que, en definitva, configuran una crónica inútil que no es otra cosa que lo que nos pide Paula para este blog "ferial".

De manera que no voy a trata de ser original, ni voy a abrumarlos con todo lo que ya se ha escrito (sin resultado alguno) sobre los precios de un café, una coca o un pedazo de torta que cotizan en la Bolsa de Valores. Hace años que con amigos escritores, editores y libreros, conocidos y empleados de la muestra, sabemos que si uno no quiere sentirse estafado por los concesionarios de los puestos de comida, hay que llevar siempre a mano un paquete de galletitas y, de ser posible, un termo con café con leche o una gaseosa. No puedo decir que vi como Rutger Hauer en la escena final de Blade Runner, "naves de ataque ardiendo más alla de Orión" ni "rayos C brillando cerca de la Puertas de Tannhauser", pero en tantos años sí vi muchas cosas y viví otras tantas.

Tiro algunas, inéditas o editadas oportunamente. Por ejemplo aquella charla con Ray Bradbury, en una cabina que parecía de cartón en el viejo Centro Municipal de Exposiciones, cuando no pude sacarle los ojos de encima mientras se bajaba dos botellas de vino tinto en un santiamén (de mis tiempos de fetichista, aún guardo una de esas botellas). O el día en que mi hijo mayor, Ariel, con dos años y mucha fiebre, no tuvo mejor idea que salpicar con un vómito sideral a uno de mis dos entrevistados de ese momento: Pablo Milanés (el otro era Silvio Rodríguez). O las lágrimas de Adolfo Bioy Casares mientras me contaba cosas de su amigo Borges muerto poco tiempo antes, y la risa del serio y circunspecto Juan Rulfo cuando hicimos un alto en una charla porque los dos nos estábamos meando, lo que no interrumpió el diálogo mientras estaba cada uno de nosotros frente a su mingitorio. O la pila de sándwiches de miga que se devoró –inexplicablemente sin reventar– Giorgio Bassani, mientras me contaba que no le había gustado la adaptación cinematográfica de El jardín de los Finzi Contini.

En todos estos años, entrevisté (entusiasmos y desilusiones mediante) desde Autran Dourado o Nélida Piñón, hasta Coelho (con quien tuve una discusión terrible), Jorge Edwards o José Donoso. Con Doc Comparato y Carlos Monsivais hicimos muy buenas migas; con Mario Benedetti tuvimos un cruce, casi nos agarramos a las piñas y terminamos charlando amablemente café mediante. Con James Kirkwood comimos en el viejo restaurante del Centro Municipal y recién cuando nos despedimos me di cuenta que ninguno había pagado, lo que al día de hoy considero un tiro para la justicia. Y Saramago, Vargas Llosa, Paul Auster, Perez Reverte, Borges, Olga Orozco, el querido Negro Fontanarrosa, Soriano, etc., etc., etc.

Y naturalmente muchos escritores argentinos, siempre a la sombra de los que llegaban de afuera (eso sigue siendo así), aunque en muchos casos eran inmensamente superiores. Pero con varios de ellos tuve y sigo teniendo amistades, desde los tiempos en que yo editaba un pasquín con el horrible nombre de El espectador de la cultura, en el que –entre otros– escribía un por entonces compañero corrector en épocas de Timerman, que siempre me traía una valija con una pila infinita de papeles tipeados con la Olivetti Lexicon para que le pegara una leída (aquel corrector era Alberto Laiseca y el libro era Los Sorias). Y entre mis papeles, aún tengo una libreta con las pestes que hablaban de la Feria muchos que después, con los años, se ofendían (y aún se ofenden) si no los llevaban a firmar ejemplares.

Como los amigos lectores de Crónicas inútiles se darán cuenta, esto no es una crónica en el sentido más estricto. Pero me perdona saber que nada demasiado estricto va con mi personalidad. En cualquier caso, para que la querida amiga Paula no se sienta defraudada, puede ser tomada como una crónica no del espacio ferial y de sus actuales habitués, sino de su tiempo. Que como todos sabemos es relativo. Una especie de Marienbad o isla de Morel. O simplemente que cuando me senté a escribir una crónica me dejé llevar por la nostalgia.

5.5.09

La Feria de mis sueños

Jorge Mayer cree que lo mejor de la feria es la trastienda, lo que está vedado a los ojos del gran público. Y lo cuenta. Aunque sólo en parte, no vaya a ser que se pierda el encanto.

La feria es una experiencia que no deberías perderte, me dijo Paulita. Yo sé que sí. Que en realidad uno no debería perderse ninguna experiencia. Pero, pedante como soy, le dije que ni mamado. Que sólo iría a la fiesta como invitado, cuando me toque.

Hay que tener cuidado con lo que uno dice. A veces el tiro sale por la culata. Así, a su modo, mi profecía se hizo realidad. El año pasado concurrí a una feria. Como invitado. Participé de una charla abierta con un par de escritores amigos. Supe qué es lo que se siente estar del otro lado del mostrador. Y también, aunque brevemente, fue un visitante anónimo, uno más entre la gente.

La noche que tramé ir como un mero visitante debía despachar antes un compromiso. Me harían una nota en la radio. Sí, a mí. A mí solo. Así que temprano, digamos a las siete, rumbeé hacia el predio donde se realizaba el evento. Me insinué al móvil de la radio y el individuo al que llamaremos Animal de radio, a la postre uno de los principales artífices de la feria, me dijo esperá un poco, a tu nota vamos a hacerla en el bar. Así que me senté a una mesa junto a un escritor local y una escritora a la que yo no conocía, joven, delicada, lo que se diría una belleza dark. A Poe le hubiera encantado. Hasta que llegó mi turno en la radio, el escritor y yo pugnamos por ganarnos la atención de ella. Sin suerte, pero lo que vale en estos casos es la brega. Eso es lo que digo yo, a manera de consuelo. De tontos. O sea: el escritor local tampoco pudo con ella. Al rato, fuera de micrófonos, Animal de radio me dice: el año que viene traemos a Belén Francese. A Araceli. Cobramos entrada. Nos llenamos de oro. Le digo que está en lo cierto. Las ferias son un poco eso, ¿no?

Al momento de la nota ya había corrido alguna cerveza por nuestros gargueros. Estuve chispeante, levemente irónico, la hipomanía tomaba por asalto mi ser. Animal siguió en lo suyo, y yo me quedé solo en mi mesa, viendo la gente pasar. Decidí pedir otra cerveza, lo que en cierto modo era postergar mi visita a los pasillos, a los stands, a la verdadera feria y me limité a ver la gente pasar. Muchas parejas, algunas jovencitas en flor, una buena parte de ellas portadora de unos culitos mullitos que valdría la pena citar como atractivo turístico.

En eso se acercan a mi mesa dos señores. Uno de ellos, a punto de sentarse, me dice señor, no se sienta invadido, venimos de parte de, y ahí es cuando dio el nombre mágico de Animal de radio. Antes de que yo me acordase de mis planes, estábamos hablando como viejos amigos. Uno era librero, el otro videasta. Al rato volvió Animal, y de paso trajo a su hija. ¿Es bella, no?, me dijo, y yo dije sí, aunque no te lo hubiera dicho. Al cabo, me quedaba algún pudor. Se fueron ellos, y nos sumamos a otra mesa. Estos se decían historiadores. Toda gente muy cordial, muy amiga del trago, de la risa fácil, que me hizo sentir como en casa. Lo que siguió después, me lo reservo. El caso es que no me adentré a los pasillos. Me quedé en eso que Animal llamaba la entraña misma de la feria.

Asistí como espectador a una entrevista abierta. El protagonista era un poeta, posiblemente de lo mejor que tenga hoy el país. Aunque yo no entienda demasiado de poesía, ni esté seguro si el fulano en cuestión ya tiene una obra valedera o es una promesa valiosa en su condición de tal. En la charla el tipo estaba de lo más incómodo. Las preguntas, aunque pertinentes, creaban un abismo entre él y su entrevistadora. Sobre el final, cuando la charla se abrió a las preguntas del público, el poeta abandonó la madriguera. Fue lo mejor, claro que siempre hay un pero. Alguien del público, un poeta local, según me aclararon después, le pidió que leyera algún poema. El poeta, de regreso a la madriguera, arguyó que no traía ningún libro consigo. La entrevistadora le extendió uno. Sentí pena por él, que apenas alcanzó a decir que sentía que todos esos poemas ya no le pertenecían. Cada uno, a su modo, estaba ligado a otro tiempo, a un tipo que ya no era él. Sin embargo, con voz temblorosa, leyó.

Cuando volvíamos al hotel, uno de mis compañeros y yo, nos cruzamos en la calle con el poeta. ¿Venís a comer con nosotros?, preguntó mi compañero y él: tengo que ir a buscar guita al cajero. Y me dio una palmada. ¿Viste eso?, dije. Me embargó un sentimiento como nunca. Después pensé que la vista lo había traicionado, que me confundía con alguien. O que, en vista de mi compañía, supuso que yo era otro, alguien que en ese momento se le escapaba de la memoria y quiso mostrarse compinche. No me importó. Olvidé el incidente.

El restaurante donde comíamos se llama La construcción. Atiende el mozo más simpático que yo haya conocido en mi vida, aunque digo eso y soy injusto: toda la gente con la que traté mostraba un nivel de afabilidad para mí desconocido. Puede que ya hubiéramos ordenado nuestros platos, no sé, pero en eso llegó el poeta. Mi compañero le hizo una seña y se sumó a nosotros. Sentate acá, me dijo una amiga, ofreciéndome la silla vecina a la del fulano, vos lo vas a disfrutar más. Dejá, dije yo. A veces soy así, no entiendo por qué. Llegaron todos los platos, todos menos mi bife de chorizo. Cuando vino, lo comí a las apuradas, inquieto, entre generosos tragos de Santa Florentina, uno de los vinos motivo de orgullo provincial. De a poco nuestra mesa se fue despoblando. Y eso fue lo mejor. El vino nos trajo nombres amigos, frases para el recuerdo, poemas dignos de antología, que mis contertulios eran capaces de repetir de memoria. Pocas veces en mi vida he sido tan feliz.

Alguna otra vez voy a contar cómo me sentí del otro lado del mostrador. Por ahora sólo me interesa dejar en claro que lo mejor de la feria -de aquélla, de ésta- es la trastienda, lo que está vedado a los ojos del gran público. Cuando no hay ansiedad ni marquesina ni morbo, cuando los albañiles de esa torre de babel que es la literatura (escritores, editores, libreros, activistas culturales) se ofrecen generosos, compañeros de ruta, hedonistas incomprendidos, hay una pequeña esperanza que nace, como el paciente capricho del retoño en los escombros de un derrumbe.

Aunque, quién sabe, a lo mejor lo soñé.

3.5.09

Crónicas de un iniciado/1

Maguila rompe promesas, mea al lado de un reciente Premio Herralde y escribe una crónica absolutamente inútil, como corresponde.

Fui tomando notas todos los días con el objeto de escribir algo original, pero tras releer algunas de las crónicas del año pasado, en especial la última de Guillermo Piro, me doy cuenta de que no vi nada que otros no hayan visto antes, entonces descarto la mayoría de los papelitos que garabateé en el Kentucky de Thames y Santa Fe y me resigno a acatar el postulado de este blog, mi crónica será absolutamente inútil, si usted quiere puede dejar de leer en este preciso momento.

La última vez que asistí a la Feria del Libro de Buenos Aires fue en el año 2006, un domingo cerca del final, recorrí los stands, compré un par de libros y después me dediqué a seguir a un sujeto experto en robar libros, se llevó varios gratis. Eso fue lo único divertido, básicamente me desesperaba que hubiese tanta gente caminando en cámara lenta, era como estar en un desfile de caracoles, desesperante. Me fui antes de lo previsto, no sin antes prometer que nunca más volvería.
Claro, por ese entonces no me imaginaba que tres años después estaría viviendo en Buenos Aires y mucho menos que tendría la oportunidad de trabajar en la Feria, de asistir diariamente, de ver cómo se monta y se desmonta ese enorme shopping transitorio; de manera que, una vez más, rompí mis promesas.
Podemos dividir a las personas que concurren a la Feria del Libro en varias categorías: los que están al pedo y "sólo están mirando", los que buscan libros inexistentes, los que agotan su cuota anual de contacto con los libros durante el evento, los que van a cualquier exposición de cualquier cosa para colarse en las conferencias y presentaciones para ver si comen un sanguchito de arriba y, por último, los lectores. Estos últimos son de todos los más ingenuos, asisten cada año con la esperanza de encontrar precios más bajos, libros que no se consiguen en librerías o alguna joyita literaria aún sin descubrir; pero la mayoría de las veces dejan la Rural decepcionados, de cualquier manera una mezcla de falta de memoria y optimismo desmedido los hace regresar al año siguiente. Es que, a decir verdad, no hay ningún título en la Feria que no se pueda conseguir durante un tranquilo paseo por Corrientes, los precios son los mismos y el café es mucho más barato en el bar La Paz (además aquí hay salón fumadores). Aunque claro, por definición la Feria del Libro promueve el "contacto directo entre el autor y el lector" y esto puede ser un incentivo para preferirla a Corrientes y pagar la entrada, pero esto es algo del pasado o un mito, no sé. Salvo que Narda Lepes, Guillermo Coppola o Cumbio sean considerados autores, me parece muy difícil que ese contacto se haga realidad, sacando los cinco minutos que estuve con Gustavo Nielsen, el pucho que me fumé con Genovese en la puerta o algunos cafés con Paula Pampín, lo más cerca que estuve de contactar a un escritor fue el día que oriné junto al ganador de un Premio Herralde bastante reciente.
De manera que la Feria del Libro no ofrece a sus visitantes mucho más que la posibilidad de perderse en el laberíntico predio de coloridos pasillos o de pagar $10 por un pancho y una coca, pero por alguna razón misteriosa e indefinible, como me dijo alguien que tiene muchos años de Feria: "hay que estar".





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