todoy nada
20.5.08

Cuando entonces

Esto ha sido todo. Gracias, muchas gracias, a quienes fueron parte. Nos vemos el año próximo.

Temporada en el infierno

Para qué decir algo más, si Guillermo Piro ya lo dice todo.

Al entrar en la Feria del Libro, cada año, descubro que mi teoría acerca de la fragilidad de la voluntad de sus trabajadores se mantiene intacta. La teoría, palabras más, palabras menos, es la siguiente: del mismo modo que a un alcohólico (a un verdadero alcohólico) le basta una cantidad irrisoria de alcohol para superar el nivel etílico en sangre y pasar, en un instante, a comportarse como un beodo, a los empleados que desde hace muchos años trabajan en la Feria les bastan apenas algunas horas para adquirir el semblante que tendrán aquellos empleados primerizos después de veinte días agotadores de Feria. Es así. Pude comprobarlo a lo largo de los quince años en los que trabajé en ella. Los síntomas son esos: un agotamiento atroz, un desfallecimiento. El surgimiento inmediato de ojeras violáceas, dolor de rodillas y espalda, abulia, embotamiento, intolerancia. Sobre todo intolerancia. Al cabo de unas pocas horas trabajando en la Feria del Libro, la catarata de preguntas y exigencias fuera de lugar de los que acuden a ella hace que uno haga inmediatamente suyas aquellas palabras apocalípticas de Ciorán: "Cada vez que salgo a la calle y veo a la gente, la primera palabra que acude a mi mente es la palabra exterminación". Suena exagerado, pero se parece bastante a la sensación que experimenta alguien que sin tener tendencias cabaleras mayor que la de muchos, e incluso teniendo tendencias cabaleras menor que la de tantos, confía en que la primera pregunta que escuchará en esta Feria signará, de algún modo, el carácter de las preguntas venideras.
Porque lo cierto es que no hay nadie, nadie, ni una sola persona, nunca, que pida un libro por su título correcto. O mejor dicho: no hay nadie, nunca, que pida un libro sin equivocarse en una de las coordenadas esenciales (autor, título, editorial), lo que lleva a quien debe satisfacer sus inquietudes a realizar trabajos mentales de arqueología libresca bastante complicados, que no es el lugar éste para enumerar y tratar de discernir. Son cosas complicadas, que se relacionan con la misma cábala que lleva a un arquero a pensar que si la primera pelota que en un partido debería llegar a sus manos, no llega, eso es signo de que, en lo sucesivo, vendrán muchas, muchísimas más pelotas que terminarán dentro del arco. Es algo que el arquero sufre, pero que le cuesta trabajo explicar. Al empleado de la Feria le pasa algo parecido: la primera pregunta, el primer requerimiento es crucial.
—¿Qué está buscando, señora?
—¿Tiene el libro Tus zonas de roña?

Largos, larguísimos días
Hay un libro que describe con exactitud y humor esa andanada interminable e ilimitada de equívocos y fallidos que hacen que la gente confunda el nombre del libro que está buscando. Las Memorias de un librero, de Héctor Yánover, recopila ese anecdotario que, al poco tiempo de editarse, pasó a ser una antología de mitos urbanos, de historias mal adjudicadas: todos los libreros, si son lo suficientemente mentirosos, aseguran que ellos fueron los protagonistas de, al menos, una de aquellas anécdotas. Por ejemplo, la del cliente que, muy suelto de cuerpo, pide al librero Mi negro sentimental, de Salvador de Madariaga, en vez de El semental negro. Insisto: la colección es infinita, y el deterioro semántico a veces es tan nimio que cuesta creer que pueda ser capaz de llevar a un equívoco. Como aquél que entra a una librería y pide el libro La rayuela, y el vendedor se siente atravesado por el rayo de la duda, porque el título, efectivamente le suena, pero no puede precisar "exactamente" de qué se trata. O aquella otra, que entrando a una librería pide muy suelta de cuerpo: "¿Qué tienen de Robert Hart?", y el vendedor, tímidamente, porque no quiere que el cliente sienta que está intentando atentar contra su autoafirmación personal, le pregunta: "¿Quién es Robert Hart?". Y la cliente hace lo peor que se le puede hacer a un vendedor de libros, esto es, hablar, en voz alta, pero dirigiéndose a un amigo invisible que, vaya uno a saber, siempre está a la izquierda de ella, dice. "¡No sabe quién es Robert Hart!". A lo que el vendedor, insistiendo educadamente, le pide que, por favor, le diga, al menos, el título de una obra escrita por el tal Hart. Para escuchar una respuesta que lo deja tieso: "Los siete locos".
Todos tienen una colección inacabable de anécdotas de ese estilo.
Pero para cualquiera que trabaje en la Feria es de muy mal agüero comenzar con un requerimiento de ese estilo.Y siempre, siempre, la primera jornada empieza con alguna pregunta como ésa. Siempre.

Aquí surge algo
Se recomienda a los visitantes que acudan el último día y que se queden a esperar el cierre definitivo, la sirena, la última campanada. La reacción de los que estuvieron trabajando en ella durante más de veinte días es tan desmedida, la euforia es liberada con tanta energía, que uno se pregunta qué habrá pasado, qué habrá sufrido esa pobre gente. Actúan como penados a los que acaban de informarles que ha entrado en vigencia una amnistía. O actúan como deben de actuar los soldados en el frente de batalla cuando se enteran que la guerra ha terminado. Hacen falta dosis exageradas de sufrimiento para alegrarse así.
Y lo cierto es que es así. Un vendedor de una prestigiosa distribuidora de libros españoles en la Argentina explica:"Cada año, cuando llega el momento de hacer los arreglos de honorarios para venir a la Feria, me acuerdo de lo que sufrí el año pasado y aumento mi cachet, esperando que me lo nieguen. Pero siempre aceptan. Y siempre, al tercer día de Feria, me doy cuenta de que una vez más, lo que pedí no es suficiente y que tengo que pedir más el año que viene".
Es como una carrera en la que tratan de igualarse el salario y el esfuerzo. Nadie queda satisfecho, siempre es demasiado poco. No es culpa de los empleadores, o mejor dicho, no siempre es culpa de los empleadores: la culpa la tienen los visitantes. ¿Particularidades? Gente inquieta, atenta y expectante, que tiene hacia la Feria del Libro una actitud que al diferir de la actitud que debería tener cuando visita cualquier otra feria, también se siente decepcionada y proclive a la queja. Van en busca de algo concreto, que al mismo tiempo es algo que podría encontrar a la vuelta de la esquina, en cualquier librería de barrio o en el centro. Pero han pagado la entrada y sienten que la Feria, esta Feria, debe retribuirlos poniendo en sus manos el libro que habían prometido leer hace décadas y que por una razón u otra fueron posponiendo. He aquí el lugar y el momento. Pero no entienden la disposición estratégica conque está montada la Feria. Piensan que cada stand ofrece más o menos lo mismo o debería ofrecerles más o menos lo mismo. ¿Editorial? ¿Qué sustantivo es ése? Los libros son, sencillamente, libros, y el que el cliente busca debería estar en el stand más a mano; o al menos en el que está más vacío.
La lectura superficial de los libros más vendidos en la Feria aporta más datos sobre la imposibilidad de interpretar satisfactoriamente las razones que llevan a la gente a acudir a ella: Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, La metamorfosis, de Franz Kafka... Todos libros que incluso pueden encontrarse en los kioskos del subte. Un enigma. Ni siquiera García Márquez y Kafka acudieron a la Feria a firmar ejemplares, lo que ayudaría a explicar un poco la cosa. Es inexplicable.

El amor antes de la Feria
Pero la Feria es también el lugar donde el amor se da cita. Son muchos los que han encontrado parejas –duraderas, incluso–, en una tensión laboral-sexual que no difiere mucho de la tensión laboral-sexual que cotidianamente viven en sus propios lugares de trabajo. Porque, salvo raras, rarísimas excepciones, los empleados que acuden a la feria de 14 a 22 no dejan por eso de responder a las exigencias cotidianas que les exige su trabajo. Los horarios se acortan, pero en sentido estricto deben cumplir con la misma labor en menos tiempo: la Feria no es una excusa que les permita a los corredores de editoriales, por ejemplo, dejar de atender el suministro de novedades a las librerías de Caballito. Y la tarea que durante el año les toma 7 u 8 horas, ahora deberán cumplirla en 5. Y luego viajar hasta Plaza Italia y lidiar con libros y clientes hasta las 22, los viernes hasta las 23. Hasta que el amor aparece...
Y entonces todo cambia. Los primeros días divisaron, a pocos stands de distancia, a una rubia con ojos color de rubí que al verlo sonrió con timidez. Si no fue lo suficientemente desfachatado, habrá tardado una semana en atreverse a invitarla a un café. Luego, tal vez por casualidad, tal vez por calculada coincidencia, se encontraron atravesando la puerta de salida a la misma hora. Y casualmente fueron para el mismo lado. Y tomaron juntos un taxi. Y tomaron otro café. Y ella lo invitó a subir a su casa. Y todo comenzó. Para los empleados veteranos, el "levante ferial" o se concreta durante los tres primeros días o hay que reconocer que se ha perdido la batalla del sexo casual. Porque al principio siempre es casual. Luego se verá.
Otras veces lo que prevalece es concretar un amor que se dio por comenzado en la Feria del año anterior, cuando uno era lo suficientemente feliz e indocumentado como para atreverse a dirigirle la palabra a una morocha despampanante a la que varias veces descubrió fumando sola afuera —la Feria ya no es la misma desde que está prohibido fumar entre sus paredes.
Otras parejas, en cambio, perduran con los años, y los amantes dan por finalizada la guerra de los sexos (en la Feria, al menos). Otros no dejan nunca de insistir. Cada año apuntan a la misma víctima, en espera de vaya uno a saber qué cambio de actitud. Insisten, cada año, con la misma. Cada año son rechazados descaradamente. El año que viene volverán a insistir.

Comida, mi plato favorito
La nutrición es un elemento importante, y en tanto que tal está, digamos, poco contemplado pensando en quienes dan vueltas en la noria –puede sonar un poco exagerado, ya lo sé, pero quien trabajó en la Feria sabe que no exagero. Los precios son calamitosos, bien pensados en quienes, cual turistas extranjeros, se adentran en terreno desconocido, virgen, donde, como en Venecia, todo tiene otro costo, por la sencilla razón de que se encuentra lejos de tierra firme, en el campo, como llaman los venecianos al resto del mundo. Los precios son exorbitantes, y el empleado considera incluso justo que así sea, porque de lo que se trata es de esquilmar al comprador, pero no entiende por qué, encontrándose del mismo lado, lo roban a él, un simple trabajador que sufre de las mismas intemperies y sinsabores.
Muchos, los más experimentados, plantearon como condición para trabajar este año que sea el empleador quien le pague la cena. Ellos son los privilegiados. Pero los otros, los que tienen que desembolsar el costo nutricio de su propio bolsillo... esos pierden. Los números no cierran. O, en su defecto, lo que merma es la nutrición, y al cabo de quince días la debilidad se hace patente en el modo de maltratar al público, en la resistencia a mantenerse de pie, en el poco resto existente para no cerrar los ojos y dejarse llevar por el sueño.¿Por qué comer en la Feria cuesta tan caro? ¿Y por qué se come tan mal? Pasan los años, y ni siquiera recordando los viejos tiempos en Pabellón Municipal de la Facultad de Derecho, cuando la Feria era invadida por el humo de las parrillas, la sensación cambia: veinte días a choripán dejaban tieso a cualquiera, resquebrajaba la salud más férrea, hacía tambalear al empleado más saludable. Y sin embargo aquello tenía lo suyo. Era más nacional y popular, si se quiere. Y más barato.

La pregunta sigue sin respuesta: ¿por qué el final de la Feria del Libro suscita en quienes la yugaron durante más de veinte días semejante algarabía, semejante alegría?
La Feria es un paseo. Un tanto claustrofóbico, es cierto, pero es un paseo. También se visitan los salones claustrofóbicos del Vaticano y las cuevas de Altamira. Deambular tiene su encanto, y no siempre, como se dice, el interior de la Feria del Libro se parece mucho a un subterráneo en horario pico. Hay ciertas horas en que puede resultar agradable, apenas abre, con sus bellas promotoras y vendedores descansados, dispuestos a enfrentar el largo día. De acuerdo, ¿pero qué buscan? Libros, ni más ni menos. Después de todo la Feria está repleta de libros. Y basta con entrar para que la memoria del paseante entre en movimiento. "¿Cómo se llamaba aquel libro de cocina africana que me recomendó Marisa? ¡Ah, sí, Cocina afrodisíaca!" Y el libro se convierte en un anzuelo, o mejor, la zanahoria siguiendo la cual uno deambula igual, pero con un cometido. Hay un equívoco la mayoría de las veces, ¿pero qué importa eso? Cuando nos decepcionemos, cuando descubramos que cocina afrodisíaca no es cocina africana ya será tarde, habremos dado tantas vueltas que podremos asegurar que conocemos la Feria del Libro de punta a punta. Buscar, pesquisar es agradable, aunque ni siquiera sepa lo que busca.En cambio es duro para quienes tienen que aclarar las dudas. O para quienes, distraídos o cansados, se prestan por un instante a ser instrumentos de ese equívoco y pierden el tiempo buscando lo inexistente. Y eso agota a cualquiera.

O también, venganza
Pero hay quienes se vengan. ¿Cómo era?: "La venganza del más débil siempre es más feroz" (Balzac). ¿Y aquel proverbio inglés, cómo decía?: "La venganza es un plato que debe servirse frío". Así es. Dado el carácter laberíntico de la Feria, es difícil que alguien en quien uno ha volcado todo su rencor ferial vuelva a encontrarnos. De modo que si alguien está buscando libros sobre feminismo es divertido mandarlo al stand de la editorial "El frente oso hormiguero", que naturalmente no existe, y donde encontrará todo lo referente a feminismo, e incluso más. El nombre de la editorial les resulta sospechoso, pero si han visto editoriales con nombres más estrambóticos, no hay razón para que no exista una con un nombre tan feo y tan...
Pero hay cosas peores.
Alguien, delante de mí, pide un manual para cazar sapos. El vendedor reprime una risa y gentilmente le señala al cliente el más allá, el otro extremo de la Feria. El último pabellón, allá, lejos. Asegura que hay un stand donde ha visto no uno, sino varios manuales para la caza de sapos. Y por las señales que acaba de darle descubro que está hablando del stand de la embajada de Cuba. Así que cuando se queda solo me acerco y le pregunto al vendedor a dónde hubiera mandado al cliente que le pidiera un manual para la cría de gusanos.
—Al stand de la embajada de Estados Unidos, en el pabellón amarillo. Como broma es bastante pueril, incluso estúpida, pero uno sobrevive a la feria gracias a esa continuo recambio de ocurrencias inocentes. Sin humor no se puede vivir. Ni en la Feria ni afuera. Pero en la Feria menos.

Un whisky entre amigos
Llegados a este punto se comprende el porqué de tanta felicidad a la hora del cierre. Es casi como un fin de año laboral, 265 días reducidos a poco más de una veintena. Vuelan papelitos, se escuchan silbidos ensordecedores, aplausos, gritos. Es la felicidad en estado puro, la liberación del yugo, el no va más. Poco antes, las miradas estuvieron fijas en los relojes. Hubo una cuenta regresiva y alguien comenzó con el alboroto. Hay abrazos, besos.
Hay un stand que históricamente suministra whisky gratis a los visitantes conocidos, la clientela fija, digamos. No son clientes, no son compradores los agasajados. Nada de eso. Son los propios puesteros, vendedores, promotores históricos que saben que en ese stand encontrarán el pequeño y amargo consuelo del scotch servido en vasitos de plástico. Hace falta un santo y seña, y el santo y seña lo da la cara y el hábito, ser alguien conocido y bienvenido. Se charla brevemente sobre los avatares de la Feria en curso, se beben unos sorbos de whisky, nada del otro mundo. Pero a medida que pasan los días, ese stand se convierte en un oasis de buenhumor, en una fuga. En primer lugar, los agasajados se sienten elegidos (lo son). En segundo lugar, son los mismos anfitriones los que encuentran en ese pequeño ritual un alivio. Ver una cara conocida, ponerse al tanto de sus vidas, de las idas y venidas laborales y sentimentales de aquellos a quienes uno quiere, y todo ello mientras se trata, sin cesar, de hacer frente a los caprichos e ignorancias de distinta estirpe de los paseantes. Todos ganas, como en la perinola. Todos se sienten reconfortados, al menos durante un rato. Luego hay que volver al yugo.

El lector que nunca llega
Y luego están los autores. Una especie extraña. No los autores en sí, me refiero a los autores que propician y se sienten honrados de acudir a la Feria a firmar ejemplares. Es un ejercicio de vanidad irreprimible, fundamentada teóricamente por aquello de que todos los autores sueñan con ponerse en contacto con quien los lee. En cambio debería fundamentarse con el mal de Roussel, aquel muchacho de veinte años que luego sería el modelo inspirador de Cortázar, que cuando publicó una novela en versos alejandrinos estaba seguro de que la gente iba a darse vuelta en la calle para mirarlo. En cambio, como era de esperar, no ocurrió tal cosa. La Feria es, también, el reducto donde van a parar durante veinte días esa fauna impropia y vanidosa, la de los autores desconocidos que esperan ponerse en contacto con lectores inexistentes, y que mientras tanto se deprimen calentando la silla y mimados levemente por los empleados del stand.
Representan una imagen más bien patética, porque incluso hay quien se les acerca, libro en mano, para preguntarle, por ejemplo, dónde queda el baño. Durante un instante la cara del escritor se enciende, pero al instante se apaga otra vez. Y sigue esperando la llegada de un lector que nunca llega.
A eso se contrapone la visita del escritor ilustre, de lustre. Esos, por lo general, cumplen con una deuda de amor: deben estar en la Feria, sus lectores los esperan. Pero quisieran estar en otra parte. Firman y dedican libros sin parar durante su breve estadía, son simpáticos, escuchan, aceptan críticas, hacen bromas. Pero quisieran estar en otra parte, en otra compañía. Con ellos, los empleados se mantienen ausentes. Establecen una relación más breve que la que son capaces de establecer los lectores: saludan al escritor ilustre a la llegada, lo despiden cuando llegó el momento de irse. Pero el ignoto, aquel que con el paso de los minutos está cada vez más hundido en su silla, ese merece conmiseración y respeto en dosis elevadas. Y es el empleado el que, entre venta y venta, lo convida con un café, se muestra momentáneamente interesado en su obra, habla de lo que sea, del tiempo, de la Feria, de sus autores predilectos, de sus autores odiados. Y así la soledad resulta menos ruidosa.
Pero hay algunos amables y desinteresados en los efectos que pueda acarrear su autoría. Son seres simples, que uno adoptaría como amigos, que gozan de los placeres simples y que no le piden a la vida, como aquel personaje de Cortázar, más que un pedazo de tierra donde instalar su reposera y leer su diario con noticias exaltantes. Prefiero a éstos.

Finalmente, hemos llegado
Lo verdaderamente extraño es la disparidad existente entre el armado de los stands y el desarmado. El armado se hace con rapidez. Las cajas de libros deben ser vaciadas y el contenido debe ser pulcramente acomodado en las bibliotecas, en las mesas y en los exhibidores. Todo eso toma tiempo y mucho trabajo. Pero el desarmado es casi instantáneo, vertiginoso.
Cuando el lunes 12 de mayo, a las 10, sonó la señal, luego de la algarabía, comienza el desarmado frenético. Los libros se arrojan (no se acomodan, se arrojan) dentro de las cajas, como sea, sin orden, sin criterio. En algunos casos se lanzan a distancia. Todo se precipita, el visitante no entiende lo que pasa. Aquello que tardó un día entero en ser preparado, se desarma en 15 minutos, es sorprendente. A las 10.20 ya todos los libros están acomodados en sus cajas. El personal de mantenimiento de la Feria ya pasó a desconectar los teléfonos, ya los stands empiezan a quedar a oscuras, se llevan hasta las lamparitas. Y las alfombras. A las 10.30, media hora después del cierre, ya no quedan ni las alfombras. Es como el paso del huracán de la mano de obra especializada. La Feria se disipa así, en un abrir y cerrar de ojos. A veces delante de los mismos visitantes, que asisten a un espectáculo inusual: el de ver cómo se destripa una Feria; ver cómo es ambiente que hasta hace poco lo atraía hacia sí, tratando de hipnotizarlo a fuerza de impactos de efectos visuales (las tapas de los libros son eso: efectos especiales), ahora lo rechaza, lo ignora. Pobre del que se atreva en esos momentos a pedir algo. Nadie lo oirá, nadie le prestará atención. Nadie escuchará sus preguntas. Todos quieren irse. Ya se van. Ya se fueron.
Algunos, sin embargo, rezagados, permanecen. Visitantes y empleados. Los visitantes dan vueltas dándole un último adiós a la Feria que ya es pasado. Los empleados, muchos de ellos, festejan a su modo, tomando gaseosa y comiendo pizza que se han hecho traer de enfrente, de Kentucky. Están relajados, sonríen.
No es para menos: todo ha terminado. Una Feria más ha llegado a su fin. Ahora se enfrentan a otro abismo, también inagotable. La vida común, la vida sin Feria, comienza mañana a la mañana. Hasta el año que viene.

13.5.08

Al sur del Edén, en la Rural y a pesar de lo que digan los críticos de la Feria del Libro

Para Guillermo Piro fue una buena feria, encontró allí el edén. Aunque personalmente diría que "encontrar" no es la palabra precisa.

No es algo nuevo. En realidad reaparece cada año, para la misma fecha. Crece como una infección, se expande, y al final se extingue. Es como una pequeña guerra privada, que si tiene una razón de ser es hacerle sentir a sus detractores que, en última instancia, ellos también participan del evento, forman parte.
Los detractores de la Feria del Libro son, en última instancia, tan inofensivos como los detractores del humo (menuda lección tuvieron hace poco, cuando fue posible convivir en medio de una humareda persistente sin que las calles quedaran regadas de cadáveres: el humo también es inofensivo).
La Feria del Libro no difiere de cualquier otra feria barrial. Hay gente que vende libros y otra gente que los compra. O que al menos los mira. No es que crea que los libros pueden ser portadores de más felicidad que un zapallo. A mí, en lo personal, me deparan mucha más felicidad, pero puedo comprender perfectamente que alguien sea feliz comprándose un par de zapatos, y no creo que el dinero esté mejor invertido en libros que en cualquier otra hortaliza (además del zapallo, digo).
De modo que la Feria con mayúscula no difiere mucho de cualquier feria con minúscula. No hay que buscar la satisfacción en todos y en cada uno de los instantes de la vida. Y la Feria del Libro no difiere tanto de la vida. De hecho es parte de nuestra vida.
El problema que sufren los detractores es que le piden a la Feria más de lo que la Feria puede dar. Libros, nada más. Libros de especie variada. Y la Feria es como una selva, a la que hay que entrar siguiendo las pistas del fuego, el aire, el agua y la tierra. Hay que saber oler. Y sobre todo no preguntar. Deambular mudos, mirando. Eso es todo. Si algo aparece, bien, habrá sido una buena Feria. Si no aparece nada, habrá sido una Feria más.
En mi caso, fue una buena Feria: encontré Al sur del Edén, de David Mamet, una especie de memoria en la que Mamet habla de cómo restauró su casa de madera en Vermont, rodeada de campos y huertos. Un libro que habla acerca del pánico de perderse en los bosques y de la emoción de cazar ciervos con arco y flecha.
El libro comienza con una reflexión aplicable a la Feria: "Existe un misterio de lo evanescente que está presente de forma regular, intermitente, y se diferencia del conocimiento consciente". Yo siento eso en la Feria del Libro. Jamás se encuentra lo que se busca, pero si se está atento y abierto a la aparición de lo inesperado, bueno, puede ser que uno vuelva a casa con algo interesante bajo el brazo.
Parafraseando a Lichtenberg: "La Feria es como un espejo: si se mira en él un mono, no va a reflejarse un apóstol".

C'est fini

Por si no se dieron cuenta, la Feria terminó ayer. No voy a hacer ningún balance porque en general me salen mal. Quizás, sólo quizás, cuando recupere un poco de fuerzas les pueda decir algo más que esto.

12.5.08

El mega recital de las minorías

A Julio Zoppi la ausencia le funciona como disparador.

Ante la imposibilidad de asistir este año, inédita pero real, reflexiono desde la añoranza. Sin caer en redundancias condenatorias me reclino a mirar la Feria como lo que es, ante todo un espectáculo y nunca un evento cultural.

La ficción de la popularidad
Siempre existió una oposición básica instalada en los meandros conceptuales del debate cultural: la lábil cultura de masas –hija de la industria cultural- con su avasalladora penetración, frente a la cultura estudiosa de elites, reservada no por vocación sino por la exigencia de sus contenidos. La actividad de la lectura toda –y la industria editorial por lógica añadidura- fue experimentando en los últimos años el ingreso a una plataforma melancólica en vistas de su progresiva decadencia, que se siente hoy día casi como el conato de una cuenta de regresiva a la extinción. Esa mística depresiva está apuntalada por la realidad palpable de los números y las sensaciones de la experiencia; leer se vuelve cada vez más una costumbre pasada de moda, imputable ya como hábito de una minoría decreciente, que sobrevive con cierta y milagrosa efervescencia a pesar de todo por la obstinación de su culto, pero que irremediablemente está destinada a días de ostracismo periférico, a años luz de las grandes tendencias del consumo de masas que pasan por el crecimiento exponencial de las comunicaciones virtuales y otras yerbas semejantes.

Por ello, lo que más me impacta de la Feria es esa capacidad revolucionaria de trastocar casi instantáneamente el orden de los ánimos y las perspectivas en torno a una actividad que es capaz de construir un viaje supersónico desde las catacumbas ignoradas al más luminoso de los estrellatos de masas. Se pasa de compartir el lamento de no conseguir público para llenar un pequeño pub al mega recital que llena 10 noches la cancha de River. La Feria del Libro es el espacio que se reservan los practicantes del culto a la lectura para darse el milagro imaginario –y como tal falso e impostado- de la gran fiesta popular. Por unos días se vive en la ficción de que todos leen, se construye una escenografía de hiper-popularidad donde escritores y lectores se convencen de ser partícipes de una centralidad que saben perdida.

Obviamente ese pasaje vertiginoso de escalas tiene su costo en tanto el libro debe vulnerar toda su identidad para adoptar un argumento de pura ficción y apropiación de atributos ajenos: necesita volverse espectáculo grandilocuente al menos unos días al año, y por ello crece hasta volverse ajeno a su propia realidad, incorpora la impronta de todos los objetos consumibles que lo rodean; la Feria del Libro es al mismo tiempo feria del Diseño, de la Moda, de la Decoración, del Encuentro, del Periodismo; todo lo que contribuya a lograr la ansiada excitación hipertextual. La función cada vez más gigantesca del circo Imaginario aparece como una compensación necesaria para mantener el circo pequeño de lo Real; presumo que la Feria será cada vez más grosera, faraónica y ampulosa en tanto la realidad del mercado editorial sea más famélica y decadente.

Todo es autógrafo
La Feria sigue siendo la gran facilitadora del contrato cholulo. El instinto del mercado con su sabiduría inigualable da cuenta de ese cholulismo del lector como la única realidad energética capaz de motorizar el consumo, y que necesita ser excitado en un acto de prestidigitación espectacular para que renueve su salud de explotación. Si la gente dejara de imaginar a algunos de los escritores como estrellas inalcanzables dejaría de comprar libros. Hoy día toda compra de un libro es en realidad un pedido encubierto de autógrafo al autor, un acto de reverencia estelar más que una procuración de cultura o el cumplimiento de un supuesto de formación. No importa si el autor es una figura tan popular como un futbolista o un personaje de culto subterráneo, la actitud que conduce a la compra es la misma; quedarse con un testimonio imperecedero de proximidad metafísica con lo venerado. Si dejaran de existir las vedettes televisivas nadie vendería una entrada en los teatros de revista de la calle Corrientes; si eventos como la Feria –junto a otros dispositivos habituales como la crítica y el periodismo cultural- no ayudaran a fabricar estrellas nadie compraría más un libro.

Un justo homenaje
Pero hay otra dimensión del mismo fenómeno que permanece en un plano de oscuridad: la bomba docente. El infernal movimiento de las gestoras y gestores que desde bibliotecas populares y escolares de todo el país concurren a la Feria para realizar esas grandes compras anuales que proyectan en meditados preparativos; desde la edición escolar de El Doctor Dr Jekyll y El Señor Hyde para distribuir entre los alumnos hasta el pesado tomo de aquella enciclopedia que parecía inalcanzable para la biblioteca de un pueblo. Verdaderos pilares ignorados del estrellato editorial, son su alimento más fiel y anónimo. Para esos batalladores la Feria funciona como encuentro religioso, una especie de congreso destinado a beberse una eucaristía multitudinaria renovadora del espíritu docente. Esta crónica de ausencia termina con un bien demagógico homenaje: tal vez debiera erigirse algún día un monumento al consumidor de Libros de Texto, monumento al soldado desconocido de la industrialización librera Argentina.

Y la Feria se hizo imagen/4

Edgardo Balduccio reincide una vez más.






9.5.08

34 Ferias del Libro

Omar Genovese encontró la felicidad de la calma, lejos, muy lejos de aquí.

Me desentiendo de los números. Ni juego a las loterías, ni apuesto a caballos o paños verdes repletos de números. El azar y el dinero no se llevan, pero la vida y el azar están más que relacionadas, diría que se han fundido en todas y cada una de las personas que conozco. Y más aún, en las personas que todavía no conocí.
En las Ferias del Libro hay exceso de público, olores, murmullos, músicas, colores. Estímulos por doquier, peor que en un súper supermercado. Esos de pasillos interminables y multitudes de objetos al filo de plateas, convocando a ser llevados. Gaste idiota, ¿acaso a qué vino hasta aquí? Vamos, lléveme para siempre. Y el sujeto llena un carro al tope de cosas tan inútiles como el tiempo que gastó en juntarlas, caminando, perdiéndose, esperando a pagar como una vaca antes de subir al camión de hacienda. La hilera interminable del consumo.
Los libros no se compran en un supermercado. Para eso están las librerías. Pero nada está completo, pues los verdaderos libros (esos que nos transforman para siempre, o nos recuerdan el pasado con fulgor) están en otro tipo de establecimientos. Pequeños locales apartados de la vida mundanal de las marcas, sellos que vacunan con calidad aquello que el consumidor desea leer, necesita leer, o que lee guiado por un rayo de certezas medianas, conforme a derecho, lisas. En esos locales fuera del centro de la batalla figurativa me siento a gusto, conforme a mi derecho a buscar sin ataduras. En general camino por la ciudad de Buenos Aires con pocas ganas, mirando edificios reciclados, esquivando gente sucia demasiado apurada por llegar a ningún lado. Por la calle Humberto Primo, ayer, casi llegando a Piedras, detecté un pequeño local repleto de libros de viejo. El amable librero, con cierto aire militante peronista de izquierda, no sólo me incitó a la búsqueda, sino que facilitó un breve mapa de las ubicaciones. Había una edición en tres tomos de La Divina Comedia en italiano, anotada, comentada, envuelta en celofán transparente. Más allá ciertas novelas de autores desconocidos, colecciones populares de olvido forzado por la vulgaridad de las historias individuales. Sellos que, uno tras otro, habían desaparecido para quedar en esas estanterías, en una posteridad que me daba el azar por encima de cualquier vida, dinero, o testarudez ajena. Sin saber por qué, me puse triste, apesadumbrado. El tiempo se lleva todo, arrasa con la marca vital y la gloria se desvanece en ese zócalo de madera raído, rodeado de paquetes atados con hilo de algodón. Ese espacio mínimo de la librería me dio idea de un territorio íntimo, y ahí me hice fuerte, seguí buscando.
Entre los del estante de filosofía encontré un título poro demás fascinante: La conducta de los animales, de Eric Fabricius, de la Universidad de Estocolmo, Eudeba Lectores, número 85, editado por primera vez en 1966, y cuya reedición data de 1977. Año de masacre, año de conducta de animales famélicos de gloria anónima. Lo separé. El título original reza en el copy: Etologi. Más hacia la entrada, sobre una mesa, un pequeño libro con sobrecubierta en negro y lila, lleva por título Hokusai, texto de Osvaldo Svanascini. Una pequeña obra, libro objeto, de diez por diez y seis centímetros, 64 páginas, impresas en papel ilustración de 75 gramos, tipográfico, con grabados, con plomos de plomos tramados, en tinta negra cuya presión del plato de impresión se nota al simple tacto. Fecha de edición, 1960. Ediciones Mondonuevo, Colección Amida. En la solapa enumera otros libros publicados, entre ellos El zen y el arte de los arqueros japoneses, Eugene Herrigel. Libro que leí gracias a la recomendación de Carballo, profesor de arte del EDAC, cuando vivía pendiente del cine y otras migraciones del conocimiento. Pero esa edición debió ser la primera en Argentina, la que inauguró la difusión del arte japonés en la post guerra. Los dos libros treinta y dos pesos. El libro objeto lo coloqué dentro del ejemplar de Hollywood, Bukovski, Anagrama Contraseñas. Caras y gestos de los grabados de Hokusai, de ese Manga fundacional del arte japonés, los encontré deambulando en Constitución, dentro del tren, donde se acumulaban otro tipo de productos desgastados, imposibles de llevar, productores de agobio y malos olores en malas condiciones de vida. Fui leyendo la novela de Bukovski tratando de mantenerme serio, concentrado, reír entre esclavos era de mal gusto. Lectura en frases cortas, tajantes, sin ornamentos, ideal para viajes urbanos tristes.
En la Feria del Libro nada de esto puede ocurrir, por eso no voy. Además, es patético ver a un autor sentado mirando la nada representada en esa marea de zoombies que lo ignoran. Sentado ahí para firmar ejemplares, cuando el verdadero ejemplar es él, expuesto como mono en jaula. La sensación de descubrir una obra es inigualable, y todos sabemos que la aventura, la adrenalina de esa experiencia, aunque en dosis mínimas e imperceptibles, produce sueños placenteros. Como el que tuve anoche, en donde caminaba descalzo por la playa de un lago, mientras una manada de ñandúes me observaba a distancia, tal vez interrogándome sobre el libro que tenía bajo el brazo. No recuerdo si graznaron o hablaron en el idioma de los sueños, pero se fueron tranquilos. Y me quedé ahí, sabiendo que dormía, los pies mojados, buscando una piedra donde sentarme a leer, o para seguir durmiendo en la felicidad de la calma.

8.5.08

Feria de una crónica anunciada

Federico Gori elabora teorías acerca de la búsqueda de libros. O de amores que es más o menos lo mismo.

En mis largas horas de feriante he notado, no sin daños colaterales, que la actitud de las lectoras frente a un libro es la misma que tienen hacia la búsqueda del amor de un hombre, es así como están las que se dejan sorprender, las hay las que saben lo que buscan, las que miran con interés pero nada más y así.
Estadísticamente hablando 6 de cada 10 mujeres que entran en el stand en el que trabajo son bonitas, pero sólo una de ellas es preciosa. He notado que la gran mayoría de las preciosas son actrices fracasadas o por fracasar, algunas tuvieron algún que otro éxito o puede que lo tengan alguna vez, pero todas ellas preguntan o se vuelcan directamente al sector de teatro. Este motivo me ha convertido con toda la razón del mundo en objeto de burla por parte mis compañeros de trabajo.
Pero la realidad demuestra que mujer que me encanta, se dispara automáticamente a los estantes de teatro. De todas formas mi problema no radica en eso, sino en que mi éxito con ellas es mínimo por no decir nulo. He aquí diálogos sustraídos de un día de feria normal:

Feriante -Hola, ¿estabas buscando algo? ¿Poesía, teatro, novio?, ¿Te puedo ayudar?
Morocha fatal -¿Qué tenes de teatro?

Otro:
Feriante –Disculpame pero me siento arrastrado como por un imán hacia vos. Deben ser tus ojos...
Petisa mágica –Sí, claro ¿ustedes son los que publican a Daulte?

Otro:
Feriante –Bueno, si querés te dejo mi mail-.
Colorada de ensueño -¿No tenés un catálogo de teatro?

Y así hasta el infinito o mejor dicho hasta el doce de mayo a las 22hs.
Un feriante se hace teorías de todo y para todo, condenado a observar dispone del tiempo, de la quietud, y las teorías son lo que lo salvan, los pequeños juegos que lo hacen sobrevivir a ese lunes de 21 días que es la feria. En este caso se podría decir que las actrices fracasadas o por fracasar, la que tuvieron algún que otro éxito o las que lo están por tener no están interesada para nada en un saldo como yo.

La otra feria/5

A esta altura, no se sabe bien qué hacer con Jorge Mayer.

5.

No todos son hippies. Ya dije que no hay hippies en realidad, de manera que es mejor que diga "no todos son artesanos". No señor. No todos venden chucherías. Los hay músicos que muestran sus malas artes allí mismo, en directo y pasan la gorra. Los hay algunos muestran sus malas artes allí mismo, en directo, y tienen discos que venden por un papel de diez. Los hay otros que también tienen discos que venden por un papel de diez pero no tocan allí mismo, en directo, si no que disponen de un grabadorcito con auricular. Esos enseñan sus malas artes sólo a los interesados. Sin compromiso, se apuran a aclarar. Pero ya que me hiciste poner el disco –que ya estaba puesto–, ¿qué te cuesta? –un papel de diez, ¿no me lo habías dicho? –. Entonces uno pone sus oídos bajo el dominio de las malas artes en disco y oye correr un arroyito, el agua golpeando contra una piedra y pregunta ¿es todo con sonidos naturales? Sí, dice el músico, ese track es la música del aparato digestivo. Abunda: si vos pudieras oír lo que sucede dentro tuyo cuando tomás un vaso de agua, oirías algo bastante parecido a esto. Y a vos te dan ganas de preguntarle cuál es el sonido del café cuando cae en cascada. O de un locro en fecha patria. Pero no se atreve a preguntar, no sea cosa que el músico se ofenda. El arte no es cosa que esté al alcance de todos.

6.5.08

¿Hay otra vida?

Alguien pasaba por el stand ayer y comentaba que le resultaba raro pasear por la Feria después de haber trabajado cuatro años consecutivos en ella. Fue justo en ese instante cuando caí en la cuenta que no sé qué significa una vida sin Feria. Si no fuera porque nací en el mes de noviembre, juraría que mi madre me parió en el predio. No en éste, claro, sino en el anterior. Y si no fue así, si no nací con la feria, mi memoria no registra una vida anterior. En mis recuerdos más lejanos, inocentes e infantiles, la Feria ya estaba instalada. Y esto significa unas cuantas cosas. Por ejemplo, que desde chica descubrí que es lindísimo hacer torres con los libros. Que los pasillos son lugares ideales para correr carreras, incluso cuando hay gente porque agrega la adrenalina de esquivarla. Que la Semana Santa es una serie de días en los cuales toda la gente, menos yo y los que me rodean, se va a algún lado a recuperar fuerzas mientras nosotros las perdemos. Que el Día del Trabajador es un día que se festeja laburando. Que la Feria a veces se convierte en un buen lugar para reencontrar amores perdidos. Que antes de que empiece, uno ya desea que termine. Que si hay algo que quiero hacer, éste no es el momento. Que si la sobrevivimos es sólo para volver a vivirla el año próximo. Y la lista podría continuar pero a esta altura siempre se está demasiado cansado como para terminar cualquier cosa que se comienza.

Y la Feria se hizo imagen/3

Edgardo Balduccio y un mix que sólo es posible encontrar aquí.






La otra feria/4

A esta altura de las circunstancias no queda demasiado que decir acerca de Jorge Mayer. Una brújula a la derecha, por favor.

4.

La feria no abre todos los días, sino sólo los martes, jueves y sábados. A veces, y fuera de programa, cuando febo asoma generoso y cinco o seis no hippies de buena voluntad se organizan, abre algún domingo. Sólo por eso es que todavía queda algún desprevenido que ha pisado El Bolsón pero no la feria. El resto es sencillo. El Bolsón es uno de esos pueblos que da la impresión de tener sólo una calle principal. Y da esa impresión porque sólo tiene una calle principal, aunque si se le pregunta a algún bolsonero, el orgullo lo moverá a decir que hay también otra principal y justo es la que pasa por su casa. La calle principal es la de la plaza. La plaza no se llama San Martín sino Pagano y tiene un enorme estanque de agua sucia que bien podría ser un anfiteatro o al menos algo que no junte tanta mugre. Los límites de cada puesto están marcados en tinta blanca sobre el asfalto de la peatonal. De modo que si uno puede arrimarse cualquier día que no sea martes, jueves o sábado y contemplará el mapa de algo que ya no es y acaso mañana vuelva a ser.

4.5.08

Y la Feria se hizo imagen/2

Edgardo Balduccio ha empezado a demostrar que hay que creerle.






70.000 personas y… ¿ninguna flor?

Humberto Acciaressi sigue. Y sigue y sigue...

Dicen en el ministerio de Cultura porteño que visitaron la Feria del Libro unas 70.000 personas aprovechando la celebración, por segundo año consecutivo, de la Noche de la Ciudad. Los expositores y los trabajadores del predio sostienen que hablar de números, a esta altura, es casi un ardid de la estadística, ya que nadie -y mucho menos siendo gratis- puede calcular el número real de visitantes. Lo cierto es que de una forma u otra, hubo mucha gente, mucha más de la que puede aguantar una muestra que aspira a la cultura y no a la aglomeración y la transpiración colectiva.

Después de tantos años de cubrir periodísticamente la muestra, sigo haciéndome las mismas preguntas: ¿dónde radica el fenómeno de lo multitudinario?, ¿por qué, mientras dura la exposición, gente que nunca en el año abre un libro, de pronto se convierte en lectora?, ¿cómo hacen los autores, los escritores de verdad, cuando tienen que competir en un escenario masivo con monjas cocineras; modelos que se les dio por escribir sus experiencias de pareja; ex-Gran Hermano que conversan con los ángeles y alguien les publica sus divagues; vedettes de los horóscopos; mediocres guitarreros que le cantan a los chicos porque la veta deja buen dinero; energúmenos que gritan en los pasillos ofertas que no son tales? Tengo una certeza: si pasaran música de Nino Rota por los altoparlantes, sería una película de Fellini.

La Feria del Libro es, sin duda alguna, el acontecimiento más masivo de la cultura en una ciudad que aspira a la masividad. Es, además, un espacio único en el que se dan cita renombrados (y además calificados) escritores de todo el mundo, incluyendo a los argentinos. Tiene, por otro lado, la ventaja de ofrecer a los porteños el material -rico y abundante- de lo que se escribe en nuestras provincias. La pregunta del millón, sin embargo, es qué sucede el resto del año. Es cierto que los que hace dos décadas criticaban la Feria, hoy se pasean por ella y la esperan con entusiasmo (en este sentido, hay muchos escritores cuyos nombres deben callarse por piedad). No puede negarse el fenómeno, de la misma forma que ya no puede obviarse Internet, los blogs, o el calentamiento global. Lo llamativo es que ya nadie se hace preguntas. Y eso va a contramano de lo que suscita la lectura de un libro. Y si es cierto que hay tantos lectores como parece indicar la Feria, deberían haber más preguntas y más reflexiones, y nuevas preguntas y así hasta el infinito. En eso consiste la cultura. Pero sin embargo, reinan la chatura y la superficialidad. No entiendo, juro que no entiendo. Por eso fue profundo y magistral el discurso inaugural de Ricardo Piglia. Aunque la mayoría ya lo haya olvidado.

2.5.08

Y la Feria se hizo imagen

Edgardo Balduccio nos envía esta imagen como adelanto y amenaza con ser sólo el comienzo. Habrá que creerle. ¿Habrá que creerle?


1.5.08

Ganas que no son ganas verdaderas

Humberto Acciarressi, a fuerza de no leer, sigue escribiendo. Estuvo a punto de intentar con la dramaturgia pero se dio cuenta a tiempo de que no es amigo del sainete.

Ando con ganas de escribir una obra de teatro. Ya sé: no es lo mío. Crónicas, ensayos, cuentos o poesías son una cosa, pero la dramaturgia es algo serio. Y en verdad tienen razón. Alguna vez intenté el género y me salió una novela que todavía está sin editar. Hay que conocer los tiempos escénicos y ser más aficionado al diálogo (no a la charla, que es lo que más me gusta). En realidad, a menos que me paguen, no escribiría una obra de teatro. Pero tengo ganas de encarar una. Y más precisamente sobre la Feria del Libro. Aunque de a ratos se me ocurre que parecería más una instalación, por cuanto el escenario debería tener las medidas del predio de la Rural, los stands que hay actualmente en la muestra, la gente que la recorre, quienes trabajan en ella, y hasta los insólitos caballos que pueden verse si uno se asoma hacia uno de los costados (¿o es hacia el medio?, nunca lo tuve bien claro, pero los que van a la muestra saben de qué hablo). El año anterior, o el anterior, yo estaba mirando unas fotos en el hall de entrada, y detrás de mí pasaron como veinte jinetes a caballo (y cuando escribo ”caballo” es lo que todos conocen como “caballo”), con ponchos y lanzas, y un sudor frío corrió por mi espalda el tiempo exacto en que pensé que iba a terminar mis días como Francisco Laprida. Uno de los caballos (al jinete no se lo hubiera permitido) hasta meó a menos de un metro de mis zapatos. Pero les decía que ando con ganas de escribir una obra de teatro sobre la Feria del Libro y hasta pensé que podría llamarse “Este personaje en busca de un autor”, aunque no en el sentido que le daba Pirandello al autor errático, sino a los escritores que circulan por la exposición. Uno de ellos, hace unos días, me preguntó: “¿Comemos algo?” Hace años quiero ver un extraterrestre. La mirada que le dirigí a mi amigo debe ser lo más parecida a la que pondría de cumplirse mi deseo. “¿Acá?”, repregunté azorado. Por supuesto no lo hicimos, ya que coincidió conmigo en que nos saldría más barato salir del predio, tomarnos un taxi a Puerto Madero, cenar en el mejor restaurante, retornar a la Rural e incluso no utilizar las credenciales sino pagar la entrada para seguir charlando en el pabellón Amarillo. La comida de la exposición cotiza en la Bolsa y no quiero terminar como un personaje de Julián Martel. A la salida, ya sin mi amigo escritor, me compré garrapiñadas en la puerta y me fui pensando en las distintas razones por las cuales jamás escribiré una obra de teatro sobre la Feria del Libro. En materia de gustos, no soy muy amigo del sainete.

La otra feria/3

Jorge Mayer está irremediablemente perdido, que alguien le avise.

3.

Alguien tiene que decirlo. Los hippies no son hippies. O no acceden a esa clase por el mero hecho de bañarse poco y dejarse el pelo más largo de lo aconsejable. Ninguno vive de esas chucherías que ponen a la venta. Todos tienen un ingreso más o menos velado, un madero que los mantiene a flote. Ninguno puede confesarlo. Si así lo hiciera, atentaría contra su propio negocio. Si esos raros especimenes venidos de otras partes no creyesen que los hippies son auténticos hippies se perdería el encanto de la feria. El tipo que compra una baratija no se siente un mero comprador, la mitad de una transacción comercial. El tipo siente que ha hecho por salvarle la vida a ese pobre infeliz que no tiene otros medios. El tipo se siente confortado en su corazón porque cree que ha hecho una obra de bien. Esa sola condición convierte a la feria en un buen lugar para estar. Todas las almas son buenas, al menos hasta que llega la hora de desarmar cada puesto y volver a casa.





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